martes, 14 de abril de 2009

ABRIL 09

Me largué sin avisar del Blog, dejándolo inactivo desde la última entrada “El Condón” del día nueve de abril. De vuelta de un lugar aislado y bucólico cuyo nombre recuerdo pero no quiero revelar, reanudo la actividad bloguera con la crónica de esa estancia durante la que he disfrutado de los placeres de la soledad compartida. Un saludo cibernauta.

“Agua/nieve, la combinación variable que cambia con el capricho del viento teje una cortina huidiza tras la ventana del dormitorio. A veces se percibe algo blanquecina y luego desaparece, licuada por una ráfaga de viento de poniente. Al norte, las cumbres de la sierra que acogen una estación de comunicaciones, lucen un delicado bordado que, desde la distancia, parece tejido con el polvo nevado de esas alturas, mas permanente.

Enciendo una cerilla, prendo el quemador de la cocina de la vieja casa campesina que nos acoge y caliento agua en una cazuela para asearme. Aunque en el interior de la casa, atemperado por la estufa de gas y la leña que arde en la chimenea, la temperatura es de dieciocho grados, el gélido paisaje que se adivina a través de la ventana y las ráfagas de viento del norte que golpean los oídos con su estruendosa presencia intermitente, aumentan la percepción del frío en este día de abril que, en realidad, solo es desapacible.

Ayer cayó un granizo ligero, mezclado con lluvia. El hielo era tan pequeño que rebotaba en el suelo del porche siguiendo una trayectoria de parábola antes de deshacerse. A pesar de su aspecto diminuto, esos proyectiles gélidos tenían la potencia suficiente para desbaratar los incipientes frutos del almendro. Cuando cesó la perturbación, docenas de pequeñas almendras que apenas despuntaban, quedaron desparramadas en el suelo.

Hoy hemos visitado la aldea, siempre desierta. Para nuestra sorpresa, hemos visto una docena de vehículos estacionados en sus cuatro calles. Han restaurado la iglesia y el humo de un par de chimeneas indica que hay presencia humana en esta desolación, pero no hemos visto ni un alma por la calle.

La vieja escuela, ahora usada ocasionalmente como alojamiento rural debe estar habitada, pues su chimenea está activa, pero no se oye ni se ve a nadie. Hay un par de bicicletas colgadas de unos ganchos en la pared del porche. Ningún otro signo de vida. En la casa donde se escuchaba hace semanas el rugido del motor de una excavadora, no hay nadie, pero se aprecia un suelo de cemento nuevo sobre el terreno explanado.

Junto a la pequeña iglesia que ha sido restaurada, a la que se le ha añadido un porche, hay una explanada, en el límite hasta donde se extienden las últimas casas de la aldea. Desde allí se ven mas cercanas las alturas de la sierra donde están instaladas las antenas del centro de comunicaciones. La cumbre, que parecía un bordado blanco desde la ventana del dormitorio, se ve ahora cubierta con un manto mas compacto.

El agua nieve que nos ha caído encima al caminar hacia la aldea, parece mas fría y compacta en aquellas alturas. La mano con la que he llenado y transportado una botella de agua del cercano manantial, se me ha quedado gélida. Ya de vuelta a la casa, la he sumergido en agua templada para poder escribir con ella.

Ahora, el fuego de la chimenea proyecta el calor de sus brasas escarlata sobre la cocina, donde gira la válvula de una olla rápida, dejando escapar un discreto silbido. Interrumpo estas líneas para añadir a la olla las patatas que completan los ingredientes de lo que en mi pueblo llamamos el puchero.

Me he despertado a las cuatro de la tarde, en el silencio de la radio muda, después de una duermevela en el sillón que sirve para transitar por la lenta digestión del cocido, y el vidrio de la puerta está velado por los vapores de la cocina. Entre el dibujo de las veladuras pegadas al cristal asoman las ramas del almendro movidas por el viento de la tarde que suena por el hueco de la chimenea. Cuando cesa, permite escuchar el delicado crepitar de la madera en llamas.

El tiempo de la tarde transcurre con una dulzura silenciosa, pero no solitaria. En la sala contigua mi mujer lee una novela histórica de Matilde Asensi, “Iacobus”, que transcurre en la azarosa época en la que el papa Juan XXII temía por su seguridad y su vida, después de haber pasado por la hoguera a los templarios, en un momento convulso del siglo XIV.

Compartimos la bucólica soledad elegida de la casa de la sierra y aunque no hablamos todo el rato, nos sabemos próximos, y esa proximidad nos hace sentir bien. He renunciado por un rato a la lectura de un libro de cuentos de Cortázar, después de terminar “La isla a mediodía” y antes de comenzar “Instrucciones para John Howell” , y me dejo envolver en el cálido ejercicio de la escritura, junto a la chimenea encendida, mientras la tarde desapacible confirma los augurios de los metereólogos.

Fijo mi atención en las brasas calientes que, con su atracción hipnótica, me mueven a pensar que casi todo en esta vida forma parte de un orden, algo desordenado; el tiempo meteorológico y sus augures, las gentes que se quedan en sus casas, en las ciudades, y quienes siguen su impulso viajero ajenos a las condiciones adversas del clima. Todos, ínfimas porciones individuales de ese orden universal desordenado en el que transcurren los mas variados sucesos, en el mínimo instante en el que mi atención ha quedado capturada por las llamas.

Ahora, sin embargo, en esta dulce hora de la tarde, vivo en mi propio mundo de leña incandescente.
A la puerta de la casa hay un camino que conduce a otro mundo de ovejas, de leche fermentada, de cabras y de vino, de memoria y olvido. El camino va a dar a la aldea donde ya nadie vive. La hemos visitado esta mañana, ya lo he contado. Sus signos de vida, el humo de las chimeneas, los coches estacionados, son solo imágenes. Ilusiones de la percepción. No hay que dejarse llevar por esa realidad sugerida, porque en esa aldea, me lo han asegurado, ya no vive nadie.”

LOHENGRIN (CIBERLOHENGRIN.COM) 14-04-09.

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