Ayer celebramos, un día mas, la tradicional comida de los miércoles, cuyos componentes gastronómicos básicos son siempre los mismos, aunque solemos innovar en las entradas, para dar a los invitados sensación de variedad. En la sección de libros del blog, la entrada que se refiere al libro “Las Recetas de Encarna”, editado solo para los amigos, da cuenta detallada de las recetas de cocina con las que solemos trabajar en esas reuniones familiares.
Asistimos mi mujer y yo, mis tres hijos, mi yerno y mis dos nietos. Hubo que abrir la mesa y tengo una herida en el dorso de la mano izquierda que me hice al trasladar el cristal de la mesa para poder abrirla. Una herida de guerra, podríamos decir. Lo cierto es que la mesa lucía bien, con las entradas preparadas para la ocasión especial, por que mi hijo Jordi cumplió treinta y dos años. Dos platos de pulpo con cachelos, preparados con mi personal modo de hacerlo. Lomos de sardinas rebozados con huevo y pan rallado. Calamares encebollados. Huevos de codorniz con salsa tártara. Croquetas de ave, con el estilo personal que añade Encarna, mi mujer, a su elaboración. Bacalao con pimiento asado, que en mi pueblo llamamos “Esgarraet” y una ensalada de rúcula en el centro, con pepinillos agridulces cortados en láminas, dados de queso fresco y pasas remojadas en Pedro Ximénez. Luego, la clásica cazuela de arroz al horno, el zumo de naranja y la tarta de nata y moca en homenaje a Jordi.
En la sobremesa, mi yerno, que trabaja como profesor de secundaria, me sorprendió al decir que tuvo que reclamar a las autoridades educativas de Heliópolis, para que le reconocieran sus tres carreras en su historial docente. Tres carreras? Yo, la verdad, pensé en física nuclear, antropología, economía, y le pedí que aclarara mis dudas. Al final, llegué a entender que se refería a tres titulaciones, en distintos grados, de la misma especialidad, pero el insistió en lo de las tres carreras y en que era largo de explicar.
Me parece un ejercicio de mitomanía que uno llegue a convencerse de que es portador de la excelencia universitaria, cuando solo le han dado dos o tres papeles, aunque esos papeles signifiquen mas puntos en el historial docente. Claro, mi yerno nació en el seno de una familia obrera, y es comprensible que su paso por el mundo universitario haya hinchado su ego.
Yo también he nacido en el seno de una familia obrera, y cuando pasé por la universidad, gracias a la ley Villar, aunque no había cursado estudios de bachillerato, la facultad en la que estudié acabó por concederme la licenciatura en Económicas, lo que da una idea del ínfimo nivel académico que allí se practicaba. Era un desastre sin paliativos, que espero que haya mejorado
El atractivo de la universidad para las clases bajas, cuando accedí a ella, se sustentaba en varios mitos. El mito de la excelencia, muy cultivado en el cine inglés, según el cual esos lugares son espacios de sabiduría, habitados por catedráticos solventes, informados, auténticas eminencias en lo suyo. El mito de la movilidad social vertical, según el cual, sin un título universitario, no se podía progresar en lo social ni en lo económico. El mito del título universitario como un elemento indispensable, sin el cual no era posible alcanzar un trabajo bien remunerado o ejercer una profesión libre, bien retribuida en el mercado.
Puedo entender la tendencia a la mitomanía que todavía reconozco en mi yerno cuando habla de sus “tres carreras”, pero mi experiencia personal me ha mantenido alejado de esa valoración, poco realista, de la actividad universitaria.
Mi paso por la universidad se debió a motivaciones mas bien pragmáticas, alejadas de cualquier
otra consideración. A los veintisiete años, cuando aún no tenía ninguna titulación universitaria, era responsable financiero de una empresa del sector gasístico, y disfrutaba de una excelente retribución, pero esa situación de relativo éxito precoz en el mercado laboral para un tipo como yo, que solo había cursado estudios primarios con una maestra roja represaliada del barrio, no se debía, en absoluto, a mis méritos personales, sino al hecho de que el patrón que me contrató no tenía ni idea de lo que era una empresa, pero la había constituido para aprovechar una concesión del Estado para la explotación del negocio del gas, en régimen de oligopolio, que solo estaba al alcance de quienes tenían influencias políticas para obtenerla Mi jefe de entonces las tenía, por su condición de delegado del gobierno en Campsa, el antiguo monopolio energético del Estado.
Su filosofía empresarial la sacaba de la literatura francesa de negocios. Puso en práctica algunos consejos, como el de hacerse con un cuadro directivo muy joven, pues ya entonces se atribuía a la juventud el mito del éxito, y además estableció la costumbre de realizar reuniones periódicas de coordinación, a cuyos asistentes, entre los que me contaba, gratificaba con cantidades en efectivo que el llamaba “el premio de la élite” solo por el hecho de asistir.
Toda esa teoría de gestión empresarial, copiada de los libros franceses de la especialidad, no se acompañó de la aportación de capital necesaria para operar en el mercado nacional de electrodomésticos, que era el espacio natural para sus productos, pequeños aparatos de uso doméstico que funcionaban con cartuchos de GLP incorporados y distribución de ese gas en botellas de pequeño formato, y claro, el intento de abordar esa actividad con una sola furgoneta de reparto no funcionó, y la factura del arroz con langosta que se dio a los socios franceses en el Náutico, en la comida que se celebró para inaugurar la planta de llenado de GLP que se había construido ya no pudo pagarse.
La empresa desapareció enseguida, y con ella su flamante y juvenil cuadro directivo, del que yo formaba parte sin ningún merecimiento especial. Fue entonces cuando me di cuenta de que, sin la formación académica adecuada, mis posibilidades de recuperar el nivel profesional y de retribución perdido eran francamente escasas, y fue solo por ese motivo, exclusivamente pragmático, por el que tomé la decisión de ingresar en la universidad.
Lo que encontré en la facultad de Económicas de Heliópolis, entonces ubicada en la universidad vieja, fue algunos catedráticos eminentes, que nunca venían, porque vivían en Madrid, y un grupo de profesores no numerarios mas interesados en la política que en la docencia, que tampoco podían ejercer con una mínima solvencia debido a su inexperiencia. Nada que ver con la excelencia universitaria que yo había visto representar en las películas inglesas.
Aquello era divertido. Ver a los jóvenes cachorros de la futura izquierda parlamentaria --muchos de ellos alcanzarían mas tarde puestos relevantes en los gobiernos socialistas-- hacer la transición desde las aulas me aportó algo de cultura política, si bien en los aspectos académicos mi formación de economista creo que se limitó a una ligera pátina superficial construida sobre todo con el dominio de la jerga profesional, mas que con la profundidad del estudio y la investigación.
Esa experiencia, que se prolongó durante siete años –trabajaba en jornada completa, y el tiempo que me sobraba lo dedicaba a estudiar, por lo que me costó terminar la licenciatura dos años mas-- desenmascaró la falsedad de los mitos que yo había elaborado sobre la excelencia de la vida universitaria, y me acomodó a la realidad de los hechos, a saber, que en la universidad, como en cualquier otro entorno, se puede encontrar la excelencia, pero también la mediocridad, y aquella suele ser menos frecuente que esta.
Dos de mis hijos son universitarios. La mayor obtuvo su licenciatura hace años. El pequeño es estudiante de Bellas Artes en la actualidad. Ayer me contó que ha obtenido cien créditos por ocuparse de la edición digital de un libro de su profesor, basado en una tesis realizada por otro alumno, dirigida por el docente. Al sugerirle mi hijo la publicación en una web del libro cuya edición le ha encargado, dijo que no era partidario, que prefería cobrar sus derechos de autor. Una autoría, al parecer, algo dudosa.
No comparto la idea que expresa a menudo Buenafuente, cuando se jacta de ser un triunfador sin estudios universitarios, o el ejemplo de Paco el pocero, un empresario enriquecido sin formación académica. A nadie le estorba, pese a las muchas mediocridades que la imparten, la formación universitaria. Suele dar un punto de vista mas amplio sobre el mundo, solo por eso, ya merece la pena.
Muchas de nuestras facultades, después de treinta años, estén demasiado penetradas por la mediocridad y menos por el talento, la excelencia y la autoexigencia. Creo que la ministra de educación comparte esa preocupación, y se está dedicando, sin hacer demasiado ruido, a intentar cambiar esa situación. Sinceramente, le deseo mucho éxito en esa casi imposible tarea.
LOHENGRIN. (CIBERLOHENGRIN.COM) 2-04-09.
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