Paseábamos por el Bronx de Heliópolis, como si fuéramos turistas neoyorkinos en busca de emociones insulsas en barrios dudosos. Los amigos que nos habían convocado para una noche de sábado interesante, con la intención de conocer las habilidades de nuestros cocineros locales mas ilustres en la Feria de las Tapas tienen una casa nueva en el Cabanyal y para llegar desde allí, a pie, hasta el Tinglado número 2 de la Marina Real, donde se encuentra la meca de las tapas sabatinas, cruzamos entre las calles mas degradadas del barrio, que son las que muestran un mayor número de carteles en favor de la demolición, además de ofrecer el aspecto propio de un suburbio donde no entra la policía ni los operarios de la limpieza pública, que es un modo de degradarlo todavía mas.
(...) Llegamos al recinto portuario a una hora aún temprana y dimos un paseo por los muelles y las zonas de copas. La afluencia de gente era muy numerosa y en general, el ambiente era el de una noche de sábado festiva, como si las coincidencias del calendario no hubieran vaciado la ciudad. Docenas de ambarcaciones deportivas duermen en sus amarres y sus tripulaciones demabulan por las instalaciones y los edificios efímeros que conforman el paisaje de la Marina Real, porque, al parecer, se celebra una competición mundial de vela.
Después de descansar del paseo sentados en las gradas de uno de esos auditorios vacíos cada vez mas presentes en la trama urbana de Heliópolis, volvimos sobre nuestros pasos con intención de llegar al mágico lugar de las sagradas Tapas, cuando se desencadenó la galerna anunciada. Un violento viento y un tremendo aguacero se desataron a la vez, convirtiendo el sugestivo paseo portuario en una trampa para incautos vestidos con ropa ligera y zapatos inadecuados.
Nos refugiamoa como pudimos, mal, a pesar de que ceñí mi cuerpo al de mi mujer bajo un escueto paraguas, en dos mintutos estábamos bastante mojados, aunque algo menos que los que corrían bajo la lluvia inclemente y el viento huracanado sin ninguna protección. Por fin encontramos, junto a la fachada oblícua de un edifico diseñado por un arquitecto demente, la inesperada protección que ofrecía la inclinación de sus plantas superiores.
Con la camisa pegada a la espalda completamente mojada y los zapatos aún algo decentes, esperé junto a mis acompañantes que amainara. Alguien tuvo la brillante idea de descubrir, a través de la cortina de agua, ya menos densa, las luces del cercano Bar de la Aduana, y nos conminó a ir hacia allí.
Para llegar hasta el bar hubo que atravesar una zona inundada, y noté, entre juramentos y blasfemias, como el nivel del agua subía por encima de mis tobillos. Llegados al local, atestado de gente, sucedió el prodigio de que mi amigo se había hecho con una mesa para cuatro, reservada para otros, pero no ocupada, y allí nos acomodamos mientras el exceso de agua que nos empapaba se deslizaba suavemente hasta el suelo del local, como si fuéramos marineros recién desembarcados después de sobrevivir a un temporal.
La ensalada de ventresca, el sepionet, las puntillas, las patatas sensacionales, cocidas y luego fritas, acompañadas de una salsa local muy calórica, y la abundante cerveza, nos reconciliaron algo con la frustrada noche de tapas, pero, teniendo en cuenta nuestro lamentable aspecto, y el agua que seguía chorreando desde cualquier
lugar de nuestros cuerpos, que comenzaban a enfriarse de nuevo, aceptamos la hospitalidad de nuestros amigos y tomamos el bus 19 con intención de asearnos en su casa. Al bajar del bús, un nuevo coletazo de la galerna sacudió de nuevo el trayecto hasta la casa, y completó la faena.
Cuando por fin me vi vestido con el pantalón de chándal de mi amigo el pintor, lleno de manchas de los colores que usa en su estudio, una camiseta igual que la suya, y unas chanclas, de modo que su mujer casi me confundió con el, y después de tomar un
café irlandés muy caliente, mi temperatura corporal volvió a la normalidad.
Dejamos escurrir la ropa y el calzado mojado y jugamos una partida al Continental que, por pura casualidad, gané. Después de eso, calzado con las chanclas y vestido con el chándal y la camiseta subimos a bordo del coche que, por suerte, no estaba rodeado de un charco de agua, sino estacionado en la zona alta de la calzada.
Al llegar a casa, después del festival húmedo de tapas, tomamos un café caliente y una pastilla de ibuprofeno, esa especie de remedio que sirve para todo, y nos fuimos a dormir. Esta mañana, al despertar, he tenido la falsa sensación de que mi cuerpo estaba mejor que antes del aguacero nocturno.
He bajado a desayunar al bar de los locos y he comprado la prensa. Al ir a pagar he caido en la cuenta de que el monedero está todavía en el pantalón mojado. Me he llevado la mano a la frente para expresar mi despiste, y entonces me he dado cuenta de que tengo fiebre, mucha fiebre. Fiebre del sábado noche.
He dedicado la primera hora del día a escribir estas tonterías, mientras mi nariz destilaba peligrosamente un caudal de mucosa muy líquido sobre el teclado. Doy por terminada la entrada del día y me meto otra vez en la cama. Chao.
LOHENGRIN (CIBERLOHENGRIN.COM) 10-10-10.
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