lunes, 11 de febrero de 2013

CINE PALACIO

He terminado de corregir los originales de una nueva edición de un libro escrito por un amigo, una especie de inventario, entre otras cosas, de las salas de exhibición cinematográfica que acompañaron la vida cotidiana de Heliópolis, desde los inicios del cine mudo, hasta los multicines, que son la fórmula mas actual de ofrecer el cine en sala.

Esa lectura, al tropezar con el nombre de un cine que había olvidado, me ha hecho evocar mi única experiencia como figurante en un rodaje cinematográfico, en la que participé en tres secuencias de un filme dirigido por José Luís García Delgado, una historia de color local, escrita por Manuel Vicent, 'Tranvía a la Malvarrosa'.

Recuerdo ahora como me presenté al casting, que se celebró en las Escuelas Profesionales San José, vestido con un traje de El Corte Inglés, de 60.000 pelas, lo que debió influir para que me escogieran, pues me daba un aire de señor antiguo de los años cincuenta, que, al parecer, era lo que andaban buscando aquellos bohemios del cine.

Naturalmente, cobré por aquel trabajo, si no recuerdo mal, me dieron 3.000 pelas y un bocata. Ahora creo que pagan menos. Pero lo que ha activado mi memoria, al leer en los papeles Cine Palacio, es la imagen desolada que presentaba aquel local de exhibición medio derruido, con el cielo raso caído a trozos sobre las butacas desvencijadas, una sensación de ruina, de decadencia, de acabamiento, como no recuerdo otra, que quedó grabada en mi inconsciente, ahora creo que como una metáfora de las vueltas que da la vida, de como la historia de una ciudad, de una comunidad, de una nación, se mueve con un impulso contradictorio, unas veces hacia adelante, otras hacia atrás, y en el caso del cine, que nos ocupa, al ritmo de los cambios tecnológicos que determinan los saltos de su trayectoria.

La aparición del sonoro significó una revolución, y las sucesivas mutaciones sociales, en los gustos y las preferencias del público, han marcado las sucesivas etapas por las que ha pasado esa industria. Así, en un tiempo los teatros se reconvertían en salas de cine, mientras que en otros, los cines volvían a reconvertirse en teatros, en una especie de déjà vu, una sensación de retorno que parece indicar que el progreso indefinido es una utopía humana, mientras que la historia, cualquier historia, política, social, cinematográfica, es un recorrido en espiral que, si bien nunca se repite exactamente igual, acostumbra volver a veces a territorios próximos a los ya trillados.

El Cine Palacio estuvo ubicado en la calle Maldonado, en pleno barrio, digamos, berlinés, por no mencionar el nombre oriental que se le daba, porque allí no vivía ningún oriental. En su fachada, los del cine colocaron un par de carteles para hacer ver que el local todavía estaba activo, pues la única secuencia que se rodó allí prescindió de su interior en ruinas, y se centró en la salida de un puñado de extras, amontonados en su interior, que, a la señal del Ayudante de Dirección, que era quien daba las órdenes, me pareció que el director solo firmaba, salíamos a la calle como si se acabara de terminar la sesión de noche.

Aquel trabajo de figurante fue divertido. Cuando salíamos a la calle de Maldonado, pude ver a Ariadna Gil asomada a un balcón, mientras su galán, un nieto de Paco Rabal, pasaba por allí y, detrás de las cámaras, Ripollés, el artista al que ahora se le ha caído una escultura de treinta toneladas, paseaba con su barba florida al lado de Manuel Vicent, entretenidos con los detalles del rodaje.

La secuencia del Cine Palacio no fue la única en la que participé. Recuerdo dos mas. En una de ellas, se suponía que el capitán general de la región, Rios Capapé, entraba en el balneario de Las Arenas a bordo de un coche descubierto, acompañado de dos guapas señoritas, mientras un batallón de infantería desalojaba a los invitados de un bodorrio que se celebraba en el restaurante, para que no molestaran al guerrero.

Los figurantes, debíamos correr delante de las bayonetas de los soldados, para escenificar el desalojo. Por último, el Ayudante de Dirección, en la secuencia final de la película, me hizo sentarme en un velador, en el mismo balneario, con mi traje de 60.000 pelas y mi aire de señor antiguo de los cincuenta, leyendo el periódico, acompañado de dos mujeres que, creo recordar, no eran las mismas que acompañaron al militar que hizo desalojar del lugar a los invitados de la boda.

Si alguien ha visto, o ve, 'Tranvía a la Malvarrosa', allí estoy yo, detrás del periódico, en un plano secundario, antes de que aparezca la palabra fin. Me parece coherente con mi visión del retorno de la historia que, después de tantos años de aquella experiencia única y singular que fue para mi hacer de figurante en una producción cinematográfica, el azar me haya deparado la fortuna de hacer de corrector de una historia de las salas de exhibición cinematográfica, que ya ha sido publicada en otra edición con motivo de la celebración de la Mostra.

Ahora la Mostra ha desaparecido como encuentro cultural y cinematográfico que fue, pero la historia del cine en Heliópolis perdurará en el libro de mi amigo, que se editará, al parecer, la próxima primavera.

En fin. Cine Palacio.

LOHENGRIN (CIBERLOHENGRIN) 11/02/13.

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