domingo, 21 de marzo de 2010

ÁVILA, SALAMANCA, VALLE DEL TIÉTAR.

Ávila nos pareció una magnífica ciudad histórica, monumental, pero su recinto amurallado tiene algo de trampa laberíntica, muy surrealista, donde las calles tienen hasta tres nombres distintos, los espacios peatonales están invadidos por los vehículos, y el caos que se produce al circular por sus callejas medievales, no digamos al intentar estacionar en los lugares habilitados para ello, parece indicar que el concejal responsable de ese desbarajuste es un demente.

Lo racional sería prohibir la circulación de vehículos dentro del recinto amurallado, pero a alguien que está visiblemente perturbado no se le puede pedir racionalidad. En lugar de tomar esa sensata medida, la policía local lanza de vez en cuando redadas masivas contra los desconcertados conductores que intentan moverse por un espacio que no conocen ni comprenden, porque es esencialmente incomprensible.

Están advertidos. Si visitan Ávila, estacionen fuera del recinto amurallado. Si lo hacen y deciden visitarlo a pie, será con riesgo de su vida, porque ningún espacio teóricamente peatonal está libre de la presencia de vehículos que apenas pueden moverse en la estrechez de su trazado.

Llegamos a Ávila, procedentes de Heliópolis, después de un agradable viaje entre el suave paisaje ondulado de las dehesas castellanas, que se hizo mas agreste al cruzar la sierra de Guadarrama, y fue creciendo en altura al aproximarnos a las comarcas abulenses, que nos ofrecieron la presencia cercana de las cumbres nevadas de la sierra de Gredos. Al llegar a nuestro destino, nos esperaban dos horas de deambular en coche por el centro histórico hasta poder deshacernos del vehículo y alcanzar la puerta del hotel, la Hospedería de la Sinagoga, que merece un comentario especial.

El recinto amurallado de Ávila es un conglomerado de iglesias, conventos, capillas y palacios, casas de señores, de duques y marqueses, que dan cuenta de un pasado que ya no existe, pero que los abulenses parecen empeñados en no abandonar, lo que explica su afición por conservar los nombres antiguos de sus calles, a pesar de rotularlas con los nuevos.

La singular Hospedería de la Sinagoga está muy cerca de la catedral, que es el cogollo del centro histórico, en un callejón al que se accede por la calle de los Reyes Católicos. Un detalle de lo mas curioso es que en el pavimento de la calle donde se abre el callejón, hay una pequeña placa metálica, que evoca el mapa de la península ibérica, que al principio me intrigó mucho, pues parecía una señal para iniciados, ya que no contiene ningún mensaje explícito, pero al llegar al hostal vi la misma señal en la cubierta de un libro lujosamente encuadernado, dedicado a la red de sinagogas en Sepharad, que es el nombre que le dan los judíos sefarditas a su tierra ibérica, a la que el poeta Salvador Espriu dedicó un libro, 'La pell de brau', de la editorial Ruedo Ibérico, que compré en París hace mucho tiempo y al que he perdido la pista.

El salón del hostal tiene algunos detalles en su decoración que me parecieron bastante curiosos. A mi, que soy bastante imaginativo, un óleo colgado en la pared me pareció una figura decapitada, en cambio a mis acompañantes les pareció simplemente un maniquí. La estructura que sujeta los techos me pareció un camino ferroviario invertido. Ambas cosas, el óleo y la recreación ferroviaria, me parecieron símbolos del Holocausto. Mis acompañantes dicen que soy muy fantasioso, pero el hecho de que las habitaciones estén rotuladas con nombres de personajes sefarditas notables, me afirma en mi interpretación.

Cualquiera que sea el contenido simbólico de la Hospedería de la Sinagoga, para nosotros era simplemente un lugar donde dormir, y antes de hacerlo la primera noche, una vez conseguimos deshacernos del Chevrolet y las maletas, nos lanzamos a las calles retorcidas del laberíntico recinto amurallado.

Callejeamos por Ávila en la tarde calma, sin viento, con una temperatura agradable, entre casas señoriales, la Casa de los Velada, el Palacio de Valderrábanos, convertido en hotel, como otros edificios del siglo XV de los antiguos señores, ahora habilitados para servir a la gente de a pié, la Iglesia de San Juan, la Casa de los Verdugo, la mansión de los Águila, el Palacio de Benavites, la Iglesia de San Esteban, torres y monasterios varios. Un residuo pétreo del poder castellano, de la época en la que Castilla se disputaba con Inglaterra el dominio de los mares y de las almas.

Acabamos recalando en el Crisol, un lugar discreto en la calle San Miguel, donde su dueño tenía el bar empapelado de fotos taurinas en las que aparecía él junto a los matadores de toros mas famosos de los últimos cuarenta años, y que tuvo la gentileza de disponer para nosotros, los únicos comensales a esa hora y en ese lugar, unas bandejas con jamón ibérico, pulpo a la gallega, ensalada,y otra de anchoas muy bien desaladas y completamente limpias de restos de espinas, además de una botella de vino tinto de la tierra, que, junto con el pan y el café, nos costó menos de quince euros por cabeza, y nos permitió reponer las energías que habíamos gastado en el primer día de viaje.

En la mañana del segundo día, después de desayunar en la cafetería Fortaleza, en la calle de los Reyes Católicos, nos dirigimos a Salamanca. Apenas cien kilómetros de recorrido entre fincas ganaderas donde pastaban, algo escuálidas aún a la espera de la abundancia de los pastos de primavera, las vacas moruchas.

Salamanca me pareció, entre otras cosas que ahora contaré, un prodigio de organización del espacio urbano, donde las calles peatonales son exclusivamente peatonales, los nombres de las vías urbanas son únicos, y en las placas que los señalizan, en un alarde de sencillez, ni siquiera aparece la palabra calle, solo el nombre de a quien han sido dedicadas.

La Universidad de Salamanca está presente, con sus diversas y extensas dependencias, en todo el centro histórico. Nos asomamos al claustro de una de ellas y en la mañana gris me pareció ver pasear por su cuidado césped a los fantasmas de algunos de los rectores que la gobernaron, Fray Luís de León, que estuvo preso varios años porque la Inquisición le castigó por traducir la Biblia del latín al castellano, Miguel de Unamuno, aquel intelectual pesimista que dicen que dijo lo de 'que inventen ellos', mostrando su preferencia por el cultivo del espíritu frente a la tecnología, como si ambas cosas no fueran compatibles, y algunas otras sombras ambulando bajo las columnas del patio, que no reconocí.

En Salamanca todo gira alrededor de la Universidad, que acoge a 40.000 estudiantes, y en las horas de asueto se reparten por los jardines del centro histórico, tirados aquí y allá en posturas indolentes, dándole al solemne entorno monumental un aire saludable de informalidad.

De las dos catedrales que tiene la ciudad, visitamos la que dicen 'la nueva', que resultó ser, por su dimensión, su estilo gótico y su aire templario inconfundible, un ejemplo de la arquitectura religiosa mas apabullante, esa que cuando entras te sobrecoge por la altura de sus columnas, por la grandiosidad celestial de las bóvedas, por esa dimensión que supera la escala de las cosas humanas y produce el efecto buscado por sus constructores: Acojonar.

El Mercado Central de Salamanca es como una feria comercial del embutido donde hay una sana competencia entre los abundantes puestos que ofrecen el universalmente conocido jamón de Guijuelo y una variedad importante de chacinas y productos derivados del cerdo; el típico farinato salmantino, hecho a base de calabaza, distintas variedades de morcillas, morcón, longanizas frescas, curadas, de Vitigudino y de otros lugares, chorizos y salchichones, en algunos casos procedentes de la elaboración artesanal de los propios vendedores, además de los puestos de verduras y hortalizas que ofrecen patatas y otras variedades, especiales para la siembra. Salimos del mercado con un paquete que contenía un farinato, una longaniza curada de Vitigudino y un salchichón de Guijuelo y con la impresión de que habíamos visitado una buena síntesis del mundo rural y ganadero de la comarca.

Después de patear el centro histórico un par de horas, fuimos a parar al restaurante La Luna, en la calle Libreros, donde descubrimos la versión salmantina de lo que en Ávila llaman patatas revolconas. Unas patatas guisadas con un sofrito ,con pimentón y torreznos, presentes en las cartas de todos los restaurantes de la zona. Yo tomé una sopa castellana. De segundo, tomamos churrasco de morucha. Con el vino, el postre y el café, la cosa salió por diez euros por cabeza.

Al salir de La Luna, me acordé del astronauta. Entre los salmantinos, hay algunos muy amables que, cuando te ven con cara de despiste, se acercan y, sin que les preguntes, te dan detalles acerca de las cosas mas emblemáticas de la ciudad. Uno de ellos, cuando nos encontrábamos frente a una de las puertas de la catedral, nos hizo fijar nuestra atención en una de las pequeñas figuras labradas en piedra que aparecen allí. Coño! Era un astronauta, con su calzado especial, su casco y su traje espacial. Lo juro. Ver una cosa así en una catedral gótica es, por lo menos, extravagante.

Enseguida se montó una discusión sobre las diversas hipótesis que podían explicar esa extravagancia. La mas 'romántica', que algún extraterrestre, --como nosotros—visitó Salamanca cuando se construyó la catedral. Otra 'realista' que, alguien, en alguna restauración reciente, había incluido esa figura, para dar mas interés turístico al lugar. ¿Una broma de los estudiantes? Yo, la verdad, no tengo ninguna opinión. Me limito a constatar lo que he visto. Un relieve en piedra que representa a un astronauta en una catedral gótica. (Según Wikipedia, el cantero incluyó esta figura contemporánea en la restauración de 1.993.)

Cerca de la catedral, en la Plaza del Corrillo, hay una acera con soportales y las columnas de piedra que los sostienen tienen también algo de singulares, como nos hizo ver la misma persona que nos indicó la peculiaridad del astronauta, y que volvimos a encontrar allí –creo que nos siguió, para satisfacer un oculto impulso de guía aficionado.

Las siete columnas de los soportales tienen, cada una de ellas, un símbolo grabado en su parte superior. La Luna, se conoce como lunes, Marte, dios de la guerra, representa el martes, Mercurio, conocida como miércoles, Júpiter, jueves, Venus, viernes, Saturno, sábado y El Sol, domingo, y esa singularidad es usada por los salmantinos para quedar allí, junto a una columna concreta que marca el lugar de la cita. No se si será así, pero es bonito, ¿no?.

Dedicamos mas de media jornada a la visita a Salamanca y nos pareció una ciudad limpia, ordenada, además de monumental, seguramente por la ausencia de murallas que la constriñen, pero también porque la cabeza de sus ediles debe estar en su sitio y eso se nota en el modo en que está organizada, sin que esa ordenación impida la informalidad del clima estudiantil, porque su centro histórico es, antes que otra cosa, un campus universitario, rodeado de palacios y casas señoriales como Ávila, pero con un aire, como lo diría, mas libertario.

Regresamos a Ávila y emprendimos un largo peregrinaje por mesones y restaurantes hasta elegir un sitio para cenar y puedo decir que, después de muchas dudas, fuimos a dar con el que me pareció uno de los mejores sitios de la ciudad. Se trata de la Bodeguita de San Segundo, en el número 19 de la calle de ese nombre, fuera de la muralla. La regenta un personaje singular cuya fisonomía va diciendo a gritos que es un auténtico experto en vinos y cocina. En esa taberna hay apenas cuatro mesas en un cuartito anexo y tuvimos la suerte de pillar una vacía. Las cocotxas de bacalao que nos sirvieron, junto con una ensalada de perdiz tibia, y la tabla de quesos, estuvieron a la altura de las expectativas y el vino de crianza de elaboración propia fue la mejor compañía para esas viandas. Como picoteamos y compartimos, la cosa salió por quince euros por cabeza. De lo mejor de Ávila.

Con esto, como estábamos casi reventados por el cansancio del día, dimos un corto paseo y nos fuimos al hotel.

El tercer día lo dedicamos al Valle del Tiétar. Después de desayunar en Fortaleza y comprar unos judiones de El Barco y unas yemas de Santa Teresa, tomamos la ruta para llegar a Arenas de San pedro, cruzando la sierra de Gredos por un puerto de unos mil seiscientos metros de altitud, en medio de una cortina de niebla espesa que dificultaba la visión.

Cuando comenzó a levantar la niebla pudimos disfrutar del variado colorido de la flora arbustiva, distintos matices de verde junto a matas rojizas entre el arbolado de troncos coloreados en su base por los líquenes trepadores y, mas abajo, extensiones pobladas por rocas redondeadas por la erosión, hasta llegar, en las cotas mas bajas, a las fincas ganaderas habitadas por las vacas, casi inmóviles, presentes en cualquier lugar de la comarca abulense.

En Arenas de San Pedro nos llamaron la atención dos cosas. El vigor con el que el río descendía puente de piedra abajo, con saltos y pequeñas cascadas que parecían ilustrar la fuerza del último deshielo, y la colonia de cuatro parejas de cigüeñas que convivían en la misma torre de la iglesia.

Desde Arenas, recorrimos los pueblos del Valle del Tiétar de Oeste a Este, hasta encontrarnos, sin buscarlos, con los toros de Guisando, unas esculturas prerománicas, a las que los romanos añadieron unas inscripciones, y que me recordaron las piedras que la erosión esculpe en los montes de por aquí. En El Tiemblo, elegimos La Bodeguita de Pilar para comer, en el Paseo de Recoletos, 65. Una ensalada verde con queso de cabra templado, medio chuletón, una botella de Illera, postre y café, nos resultó a veintidós euros por cabeza. Muy bien.

De regreso en Ávila, ya por la noche, tomamos un tentempié frente a la Bodeguita de San Segundo, en el número 40 de la misma calle. Casa de Postas, una taberna del mismo estilo que la de ayer, pero esta vez nos limitamos a tomar una cerveza y un montadito. Los cuatro, 8,40 E. Excelente ambiente.

Nos retiramos al hotel y, antes de irnos a dormir, jugamos unas manos al Continental. Perdí.

El día cuarto, apenas nos dio para hacer algunas compras, tomar un café en la Posada de la Fruta, un interesante local restaurado con una gran cubierta acristalada, en la Plaza de la Fruta, hacer las maletas, ir a por el Chevrolet, estacionado fuera de la muralla, pagar la cuenta del hotel (160 E tres noches, habitación doble), cargar el equipaje y tomar la ruta de regreso a Heliópolis.

Como es natural, al pasar por Madrid nos perdimos en la M-30, pero fue cosa poca. Cuando dejamos atrás el laberinto de carreteras que circunvala el caos de tráfico de la urbe madrileña, enfilamos la A-3 y ya no paramos hasta encontrarnos en pleno paisaje lunar del sureste de Madrid, que me recordó enseguida al astronauta de la catedral de Salamanca. Tan yermo es ese terreno que parece la cara oculta de la luna. Mira que poner un astronauta en una catedral gótica, que huevos tienen los de Salamanca.

En ese paraje hostil paramos a cargar gasolina, estacionamos el coche, pillamos una birra y echamos mano de la bolsa de los bocadillos. Yo escogí un bocadillo que había viajado con nosotros desde que salimos de Heliópolis. No lo creerán, pero el bocadillo de atún con aceite y olivas sin hueso estaba tan bien conservado, en su funda de papel metalizado, como la momia de un faraón bien embalsamado, aunque mucho mas sabroso (supongo). Lo devoré con auténtica afición y cuando seguimos la ruta para llegar a Heliópolis, se puso a llover, después de haber disfrutado de un tiempo muy agradable durante todo el viaje.

En fin. Ávila. Salamanca. Valle del Tiétar. Tres noches. Cuatro días. Hotel, gasolina, comidas, cafés, birras y compras. 250 E. por persona, todo incluido.

De nada.

LOHENGRIN (CIBERLOHENGRIN.COM) 21-03-10.

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