martes, 16 de marzo de 2010

LA PRIMA VERA

“El día que cumplí diez años en casa se improvisó una tarta hecha de patata cocida y adornada con calabaza asada, un recurso propio de los tiempos de escasez, pero yo no era consciente de que faltara nada en la mesa porque junto a mi se sentaba mi prima Vera, dos años mayor que yo, venida desde un lugar de México donde vivía su familia exiliada, y el olor a pan caliente de su piel, el sutil aroma a violeta que se desplegaba desde sus pechos incipientes, exasperaba mis sentidos que comenzaban a despertar entre el olor a pólvora y la música festiva de un mes de marzo como el de ahora mismo, que sin embargo la memoria y el olvido de la evocación cubren con la traslúcida pátina del tiempo que separa aquella primavera tan lejana, que quedó sellada en mis recuerdos por la presencia de la prima Vera y me despertó al mundo del deseo.

La voz de Vera, con su musical acento mexicano, su entonación tan personal y a la vez tan distante y exótica me causó, entonces, una rara fascinación, no tanto por el país lejano de donde procedía, sino porque su timbre era ya el de una mujer adulta, sugeridor de misterios todavía insondables para mi entendimiento de niño instalado en la ambigüedad de un cuerpo infantil que comenzaba a percibir un universo de sensaciones nuevas, como cuando supe de la indescriptible experiencia del roce de su rodilla contra la mía.

Sentados alrededor de la mesa, con aquella increíble tarta de patata, yo me aproximé para soplar las velas encendidas y al hacer ese movimiento, mi rodilla se encontró con la suya. Una anatomía carnosa y caliente, casi voluptuosa, cuyo contacto me produjo una descarga eléctrica que subió desde mi extremidad pegada a la suya, corrió por la espina dorsal y se alojó en mi cerebro, en algún lugar disponible que nunca antes había sido habitado por un estímulo tan perturbador.

Fuera, las calles de Heliópolis ofrecían su característico clima festivo propio de las fiestas de primavera; en los enormes recipientes de hierro llenos de aceite hirviendo ardía el color dorado de los suculentos buñuelos, las calzadas, atestadas de gente, ofrecían la huella chamuscada de los petardos estrellados contra el asfalto, y las bandas de música circulaban por cada calle, por cada plaza, pero yo solo tenía ojos para mi prima Vera, para su figura evanescente, enigmática y llena de misterios por descubrir, esbelta y sin embargo muy marcada ya por los caracteres del sexo.

Su estancia se prolongó una semana. Pasadas las fiestas falleras fuimos a pasar una mañana en la playa. En aquella primavera el agua del mar tenía ya una temperatura muy cálida, o tal vez mi memoria me traiciona. Es posible que tengamos mejor memoria para las imágenes que para las sensaciones, no sé, pero el recuerdo de aquel día gravita alrededor de una caricia furtiva que no he olvidado.

El bañador negro que Vera llevaba puesto ceñía su cuerpo y evidenciaba un ligero desbordamiento por la potencia incipiente de sus pechos. Entramos en el mar y nos dejamos balancear por la suavidad de la corriente. Vera intentaba flotar dejando descansar su espalda sobre la superficie, con su cabeza cubierta con un gorro de baño blanco. Yo me situé debajo para ayudarla a flotar, y mis manos se deslizaron por sus costados, sujetándola para ayudarla en su flotación.

Entonces, siguiendo un impulso hasta entonces desconocido, introduje mis manos entre el bañador y su piel y mis dedos acariciaron ligeramente los pechos de Vera, que ahora recuerdo de una plenitud voluptosa, pero que entonces no pude reconocer así, porque la noción de voluptuosidad es impropia del niño de diez años que fui.

No hubo ninguna reacción de Vera, en ningún sentido, tal vez porque la familia estaba en la orilla, o quizás porque lo impropio de aquella conducta, tratándose de un niño, no la merecía, pero creo que fue precisamente entonces cuando comencé a dejar el mundo infantil, y comencé a aproximarme a los descubrimientos de la edad adulta, en un lento caminar que duró lo que duran estas cosas.

La prima Vera volvió a México, y nunca la he vuelto a ver, excepto hace un par de meses, en el entierro de un familiar común. Había cambiado, en lo externo. En mi recuerdo, seguía siendo aquella muchacha esbelta y sin embargo muy marcada ya por los caracteres del sexo, con una figura evanescente, enigmática, que contribuyó, sin saberlo, a iniciarme en el camino de los descubrimientos del sexo.”

En fin. Pensaba escribir sobre la primavera, como acostumbro por estas fechas. En lugar de eso, he preferido inventarme lo de la prima Vera, sin ánimo de molestar con el retruécano.

LOHENGRIN (CIBERLOHENGRIN.COM) 16-03-10.

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