sábado, 4 de septiembre de 2010

DESLUNADOS

Deslunado llaman en mi pueblo a los patios de luces, lugares adonde entra la luz, pero desde donde no se ve la luna. Ignoro porqué, a los lugares desde donde se ve la luna no les llaman enlunados. La entrañable falta de lógica lingüística de mis paisanos no me produce ningun desasosiego ni inquietud, porque el sentimiento del paisanaje es una dulce retribución del corazón y nada tiene que ver con la frialdad de la cabeza.

Cuando quiero ver la luna me voy a mi casa de la sierra, que se eleva mas de ochocientos metros sobre el nivel del mar, salgo al camino que da a poniente, miro hacia levante y allí está la luna reducida, cuyo diámetro dicen los científicos que ha encogido cien metros. Yo, la verdad, no lo he notado.

En otro agosto, mirando hacia poniente, he visto la luna roja deslizarse por encima de la línea ondulada de las colinas, un espectáculo bellísimo que seguramente se repite mas de una vez, pero mi memoria conserva como una experiencia única.

Mi deslunado, a veces, a pesar de la limitación que indica su nombre, la de no ofrecer grandes panorámicas astronómicas que permitan ver la luna y las constelaciones, también ofrece espectáculos emocionantes.

Mi vecina de la treinta y nueve colgó de su tendedor hace unos días un bañador estampado en azul y negro, con su textura decorada con grandes flores, cuya parte inferior, forrada, permanece expuesta dia tras dia, informando, de modo indiscriminado, del tamaño exacto de la entrepierna de su dueña.

Lo grande y lo mediano, lo lejano y lo próximo, son distintas dimensiones del universo, los bañadores tendidos en los deslunados son, también, metáforas de la proximidad y de lo inalcanzable. Mi razón me dice que nunca tendré una relación cercana con mi vecina de la treinta y nueve, pero la contemplación cotidiana de algo tan íntimo como la medida de su entrepierna transforma esa lejanía en una experiencia próxima, íntima y personal, que contradice el carácter remoto de las cosas inalcanzables.

Los patios de luces, antes eran corrales, cuando los urbanismos de las ciudades pre industriales abundaban en casas bajas. La casa donde viví mi infancia, era una casa baja y tenía un lugar llamado, muy propiamente, corral, porque estaba habitado por
gallinas, palomos y patos, y su suelo cubierto por la gallinaza, esa pasta ácida
que deponen las aves, de la que ahora solo tenemos noticia cuando dejamos el coche estacionado debajo de un árbol, y al recogerlo, está cubierto de esas espectaculares cagadas de las tórtolas que han invadido nuestros espacios urbanos.

Hay deslunados, y deslunados. Algunos son tan estrechos que merecen ese nombre, y cuando alguien sale a tender la ropa, casi choca con la cabeza del vecino, si está en el mismo menester. Otros, en cambio, tienen una dimensión considerable, y por el exterior de las casas que los forman, se extienden al menos cuatro calles.

Al lado de la casa de mi infancia había un edificio mas alto donde vivía parte de mi familia. En la galería del primer piso, recuerdo haber visto el amplio espacio de ese patio de luces prolongado, adonde era frecuente escuchar las voces de las mujeres que cantaban coplas de Concha Piquer, para aliviar su espanto por tener al marido muerto o en la cárcel, y siempre que recuerdo esa escena regresa mi sentimiento de admiración por aquellas mujeres de la negra pos guerra española que sacaron adelante aquel dolor de la ausencia, y a su prole, con una entereza a la que nunca, que yo sepa, se le ha dedicado un merecido homenaje.

Mientras escribo esta entrada, para entretener la sobremesa, me he asomado de nuevo al deslunado y he comprobado que sigue allí, tendido, el traje de baño de mi vecina de la treinta y nueve, con su estampado de grandes flores negras y azules, y su parte inferior forrada, dando la medida exacta de la entrepierna de su dueña.

En fin. Deslunados.

LOHENGRIN (CIBERLOHENGRIN.COM) 4-09-10.

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