lunes, 11 de febrero de 2008

11/2

“Hay días en los que uno no está para nada. En otra página expliqué mi filosofía de los lunes así, en abstracto, pero en este día concreto, once de febrero, no puedo echar mano de ninguna sentencia o pretexto que me sirva para edificar la precaria construcción formal que añado al blog casi cada día.

La lectura de la prensa diaria en el Maravillas, que otras veces me sirve para incorporar al blog algún comentario, aunque sea utilizando esa técnica necrófaga que consiste en alimentar las ideas con las palabras de otro, no me ha parecido que ofreciera hoy ninguna noticia interesante. Es lunes, y como las fuentes de las noticias han permanecido casi mudas el fin de semana, la mitad del espacio se dedica a comentarios deportivos y a los siniestros de tráfico, cada vez más espectaculares y letales.

La asistencia a clase en la universidad de mayores tampoco me ha ofrecido nada interesante que pueda contar, seguramente por que mi ánimo no estaba predispuesto para la observación y la escucha atenta de lo que acontecía a mi alrededor.

Sin embargo, me ha sucedido algo inesperado que le ha dado un giro a esta mañana de lunes anodina y gris, como las nubes que cubren el cielo anticipando un tiempo desapacible.

He ido a tomar café, para pasar el rato antes de ir a clase, a un bar que no suelo frecuentar. Estaba lleno. Solo quedaba una silla libre, así que me he sentado junto a una desconocida. Una mujer que aparentaba mi misma edad tomaba café, con la mirada de sus penetrantes y hermosos ojos flotando en algún lugar de sus recuerdos, alejado de la realidad circundante.

Es sorprendente el grado de intimidad en la comunicación que pueden alcanzar dos desconocidos, cuando el entorno que los reúne por azar –un tren, una cafetería—garantiza la fugacidad y el anonimato del encuentro, y al mismo tiempo una mirada compartida propicia la urgencia de comunicarse.

Sin apenas darnos cuenta, hemos entrado en un juego de comunicación en el que la mujer verbalizaba una reciente experiencia turbadora que yo escuchaba sorprendido, mientras comenzaba a entender la flotación de su mirada.

Los ojos de la mujer, de una intensidad infrecuente, se fijaban en algún punto ausente, imaginario, mientras sus labios desgranaban los detalles del encuentro que había mantenido con un hombre que no era su marido. Cómo le sorprendía, a pesar de su situación familiar estable y consolidada, haber sido capaz de desnudarse delante de otro hombre, mientras que con su marido siempre había reclamado el pudor de la luz apagada. No tener ningún sentimiento de culpa, le sorprendía igualmente, después de haber escuchado durante toda su vida la condena de las relaciones extramaritales como algo indecente.

Todo esto lo decía, mientras su mirada permanecía fijada en algún lugar que al principio no reconocí, pero que después de sus confidencias imaginé como el lugar placentero que había visitado, el de su reciente experiencia física cuya huella aún no la había abandonado.

Yo la escuchaba en silencio, y de vez en cuando preguntaba. –No le resultó turbador, a estas alturas de su vida, tener el cuerpo desnudo de un hombre entre sus brazos?.

--Me turbó más, mi propia desnudez ofrecida. Aún ahora, pienso que hice una barbaridad, pero no me arrepiento.

--¿No siente culpabilidad?

--No. Si acaso tengo la sensación de haber hecho una tontería. Nada más.

--¿Ha vuelto a ver a ese hombre?

--Nos llamamos alguna vez. El también es casado. Nuestras respectivas obligaciones no facilitan que nos veamos.

--¿Repetiría esa experiencia?

--Ya le he dicho que tengo la sensación de haber hecho una tontería. No sé. Pienso que no, no lo haría.

Me fijé en su mirada, flotando suspendida en su recuerdo placentero. Me pareció que esa mirada contradecía las palabras escuchadas. Es difícil saber lo que alguien piensa en su interior, sobre todo si se trata de una conversación fugaz y anónima. Tampoco es fácil discernir si las palabras escuchadas responden a un pensamiento verdadero, o son una forma de ocultación de los sentimientos.

Cada uno pagó su comanda y ambos salimos a la calle, en dirección opuesta. No sabíamos nuestros nombres. Solo nos había reunido el azar, la necesidad que tenía aquella mujer de ojos intensos de comunicar a alguien ajeno lo que sentía, y mi curiosidad de escritor. Estas cosas suelen pasar en los trenes. A mi me ha sucedido hoy, en una cafetería que no suelo frecuentar.

Le ha dado sentido a este lunes, anodino y gris”.

Lohengrin. 11-02-08.

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