domingo, 10 de febrero de 2008

DE CHIRICO

Son las cuatro de la tarde y los extraños sonidos que escucho en la casa solo habitada por mí, me producen la rara inquietud de quien habita una casa deshabitada. Me asomo a la ventana, iluminada por el sol del domingo y hasta mis oídos llega el rumor del agua de la fuente ornamental que ocupa la rotonda de la cercana plaza. A lo lejos, las grúas se recortan en el horizonte salino del puerto.

Esta mañana he visitado el IVAM. Tres exposiciones de artistas cuya singularidad los sitúa en mundos personales distintos, contrapuestos, lejanos. Los cuadros de De Chirico, con su ausencia de vida humana representada, esas ciudades silenciosas de época fascista tan deshabitadas como me siento yo ahora mismo, producen una sensación incómoda, hostil, en el espectador.

Solo me sentí tan mal, aunque por motivos distintos, cuando contemplé, hace tiempo, los cuadros de Bacon, porque aunque estaban repletos de vida, en oposición al vacío de De Chirico, era una vida tan doliente y trágica, expresada en las vísceras y carnes abiertas de los cuerpos desgarrados, que te dolía mirarlos.

De Chirico expresa una hostilidad fría y oscura, de panteón, donde casi las únicas figuras que aparecen están muertas, esculpidas y puestas en medio de los inquietantes espacios arquitectónicos que las rodean.

Nada que ver con la alegría colorista de Kandinsky, evocada en los cuadros de Eduardo Arroyo, una cosa entre el cartel y el cómic que recuerda algunas obras del Equipo Crónica de los años sesenta. La exposición de Arroyo, además de un buen número de pinturas de los últimos diez años, incluye unas cuantas esculturas, algunas interesantes. Como el unicornio en bronce bruto, cuya textura le da una fuerza a la figura que recuerda al toro de Ripollés expuesto en el campus de la Politécnica. Junto a esas texturas sin acabar, Arroyo presenta una cabeza en bronce de pequeño formato, cuyo tratamiento final de la superficie está logrado con una perfección sin mácula.

Vuelvo a escuchar los sonidos extraños en la casa vacía. Me asomo de nuevo a la ventana y los carteles de las vallas publicitarias me recuerdan los cuadros coloristas de Arroyo. Creo que los ruidos vienen de la cocina. Me asomo desde el pasillo. No hay nadie. El ojo de buey de la lavadora deja ver la ropa girando en su interior. Ahora reconozco los ruidos. Un botón metálico de alguna prenda choca con la chapa de la lavadora en cada giro. Estoy solo. No hay nadie más. Ahora estoy seguro.

Jaume Plensa me ha impresionado por su sentido de la vida y del arte. Lo humano está absolutamente presente en su trabajo. La gran cabeza de mujer cuyo enorme y a la vez ligero volumen basta para llenar una sala entera, está precedida por unos telones metálicos llenos de letras verticales suspendidas que producen un sonido musical al pasar entre ellas, pero que además del efecto lúdico que provocan en los niños, y no tan niños, que los cruzan, son como libros escritos en diferentes idiomas, a cuya lectura te puedes dedicar una vez te percatas de su contenido.

Hacía tiempo que no encontraba en el IVAM tres exposiciones simultáneas tan interesantes como estas. Plensa es el autor de una lámina de agua en Chicago, en cuyos extremos ha colocado unas torres de vidrio y las imágenes informatizadas de los vecinos, de cuyos labios brota un chorro de agua, como en las antiguas gárgolas de los edificios renacentistas. Toda una síntesis que acerca el protagonismo popular al arte, de un lado, y que conecta la arquitectura del renacimiento con el arte del siglo XXI, pero a diferencia de De Chirico, no con la frialdad del panteón, sino con el calor de la vida.

Les recomiendo que vayan a verlas.

De nada.

Lohengrin. 10-02-08.

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