Los hombres del mundo antiguo apreciaban tanto la presencia del sol
en su vida cotidiana que le erigían templos. Extendieron esa afición a otras deidades a las que atribuían el cuidado de cosas que les interesaban, como la fertilidad, el mar, el viento, o la muerte. Los egipcios, en particular, erigieron un zoológico celestial lleno de bestias, pájaros, reptiles, toros y otros mamíferos, sin excluir sofisticadas creaciones de formas mixtas,
humanas y animales,
que enriquecían de un modo artístico la representación de sus mitos.
Después, el cristianismo introdujo una visión antropomórfica del misterio de la vida, barriendo todos los vestigios de los cultos paganos, aunque muchas de las fiestas religiosas que ahora se celebran ocupan el mismo lugar en el calendario que aquellas antiguas prácticas.
Algo más de dos milenios después de aquello, la ciencia y la tecnología actuales, no se han desprendido del todo de esa visión antropocéntrica del mundo y empieza a ser una verdad científica asumida por todos que la intervención humana en el clima, es el factor número uno en las posibles amenazas futuras para la supervivencia de la especie.
Sin desconocer que ese punto de vista tiene la virtud de servir de alerta para reducir o eliminar las actividades humanas que tienen efectos negativos en el clima, y aun reconociendo la necesidad de esas actuaciones, que a estas alturas muy pocos niegan, no está de más abandonar por un momento la estrechez del punto de vista antropocéntrico, la soberbia que supone pensar que la especie humana es determinante en el devenir de la naturaleza, y escuchar a quienes están investigando en otras direcciones, no opuestas, sino complementarias.
Vicente Aupí, colaborador habitual de “Levante” en cuestiones de ciencia astronómíca, nos informa hoy de que un grupo de científicos rusos está estudiando, desde hace tiempo, los ciclos de la actividad solar, pero que los resultados de sus trabajos en curso pasan desapercibidos, porque hacen poco ruido.
Al parecer, la actividad de esa estrella, a la que los antiguos erigían templos, conscientes de su importancia para sus cosechas, o lo que es igual, para su supervivencia, está sujeta a ciclos, que se pueden medir por la frecuencia e intensidad de las manchas y tormentas solares, vistas y registradas desde los observatorios y satélites puestos en órbita por la comunidad científica.
Según Aupí, en el siglo diecisiete hubo un ciclo de nula actividad solar y el clima de Europa cambió, hasta el punto de que, en Heliópolis, el río Turia se congeló, y sobre la superficie helada del Támesis se celebraban ferias (de ganado). Es evidente que la humanidad no se extinguió, y que a ese ciclo frío, llamado pequeña glaciación, le siguió otro más cálido cuando ese reactor nuclear que es el sol recobró su anterior nivel de actividad.
Una mera curiosidad. Si no fuera por que los científicos rusos vislumbran la posibilidad de que, en una o dos décadas, el jefe de nuestro sistema solar entre en un nuevo ciclo de inactividad.
Para mi es doblemente importante ese supuesto acontecimiento. Primero, porque aún pienso permanecer aquí dando la lata un par de decenios. También porque la sensación táctil del calor solar en mi piel es algo que aprecio mucho más que otros placeres menores.
Una leyenda urbana ateniense cuenta que el filósofo cínico Diógenes, hallándose tendido, en apariencia sin hacer nada, recibió la visita del conquistador macedonio Alejandro, quién le preguntó que era lo que deseaba, con animo de agasajarlo, y Diógenes le respondió pidiéndole que se apartara, porque le tapaba el sol.
Mi apreciación del sol es tan semejante a la de Diógenes, que cualquier programa electoral que incluya medidas para garantizar mas horas de sol durante la legislatura, me ganará para su causa, con independencia de otras cuestiones de contenido económico, fiscal, o ideológico.
Lohengrin. 4-02-08.
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