sábado, 2 de febrero de 2008

LA CASA PARTIDA

“La casa está situada en una de esas calles larguísimas de los poblados marítimos, tiene dos plantas y un tejado a dos aguas, su fachada está pintada de un azul luminoso combinado con el blanco de las molduras de escayola y, cuando la descubrí en Internet, supe enseguida que acabaría viviendo allí.

Cuando fui a verla por primera vez, ya sabía que esa antigua vivienda había sido reconvertida y que lo que antes fue una casa unifamiliar ahora albergaba dos apartamentos y un bajo dividido en dos. A mi me interesaba, en particular, uno de esos dos apartamentos, porque su precio, que aparecía en la Web, se ajustaba a mis posibilidades y ahora deseaba saber si su tamaño, distribución y orientación se acercaban, o no, a mis expectativas.

El vendedor era un broker que había comprado la casa en una subasta y la había dividido para venderla. Un tipo espabilado, que hacía esa clase de negocietes, aunque ahora, con el frenazo en las ventas y las menores facilidades para obtener créditos, había tenido varios presuntos compradores sin que, al final, debido a las dificultades crediticias, hubiera cuajado la venta.

De hecho, en mi primer contacto con el me dijo que la casa estaba vendida, aunque pendiente de confirmar la hipoteca. Cuando me llamó y me dijo que finalmente no se había hecho la operación, fui a verle y a visitar la casa con todo detalle.

Los sesenta metros cuadrados que aparecían en Internet, han resultado ser diez menos, ya que lo que ha quedado después de la reforma básica es un espacio tipo loft, en el que se ha sustituido una entreplanta por un altillo.

Lo que el apartamento pierde en extensión, lo gana en volumen y en altura de techo y creo que me gustará vivir en un espacio como ese, sobre todo por su ubicación, orientada a Levante, su balcón y su cercanía al mar, pese a que se accede por una estrecha y deteriorada escalera, y a que para alcanzar su minúscula terraza, rodeada de vetustos muros de ladrillo viejo, hay que hacerlo inclinando el lomo para pasar por un estrecho ventanuco.

Decidido a comprar el apartamento, comencé el vía crucis de tasaciones y solicitudes hipotecarias. Después de varios intentos fallidos, bien porque la tasación era baja o las condiciones de la hipoteca demasiado duras, al final, el broker, el vendedor, encontró la solución adecuada en el Banco con el que el trabajaba. Cuando el Barclays Bank aceptó entregar el dinero a cambio de una relación hipotecaria de treinta años, curiosamente coincidente con la pena máxima de nuestro sistema penal, supe que, por fin, cerraría la operación.

Cuando fui a firmar al notario, el broker no me dijo que la casa fue construida y habitada por una familia de pescadores del Cabanyal hace cien años, y que ese origen, pese a su nueva distribución reformada, todavía estaba presente en la casa en forma de una presencia intangible, que no aparecía en los términos de la transacción.

He olvidado decir que tengo treinta y siete años, no tenía compañera cuando comencé a buscar casa y soy experto en tecnología audiovisual. Lo menciono solo porque es congruente con el desarrollo del relato.

Durante los dos meses siguientes a la compra, antes de habitar el piso, estuve ocupándome de reformas y presupuestos. Quería una escalera de acero y cristal para el acceso al altillo. Aprovechando la altura del techo, me pareció una buena idea utilizar las zonas elevadas de las paredes para colgar estantes y armarios a los que se accedería con una de esas escaleras largas que se utilizan en las grandes bibliotecas.

Sustituí el ventanuco para salir a la terraza por una puerta ventana, y me ocupé de acondicionar el techo y el suelo. Pedí presupuestos para reformar la cocina. Diseñé una larga bancada para poder cocinar de cara a mis amigos/as, alternando esa tarea con el placer de la conversación. Me gusta la cocina. Mis amigos aprecian, sobre todo, mi crujiente de solomillo con reducción de Pedro Ximénez.

El apartamento iba tomando forma con toda normalidad y comenzaba a ofrecer un aspecto mas habitable y confortable, hasta el punto de que una noche, cuando la reforma ya estaba avanzada, decidí quedarme a dormir allí.

Cuando estaba medio dormido y la casa sumida en la oscuridad, un resplandor que parecía venir del altillo llamó mi atención. Era una luz difusa y brillante a la vez, como si muchos puntos dispersos de luz convergieran en un centro. Subí al altillo y allí no había nada. Mire hacia la nueva puerta ventana que daba a la terraza y me di cuenta de que esa fuente luminosa venía del exterior.

Abrí la puerta ventana y allí estaba. Sentado sobre las baldosas de la terraza, un viejo marinero de barba entrecana, vestido con un jersey a rayas y pantalón de pana negra, la boina calada hasta la frente, cerca de sus ojos hinchados de ahogado, comiendo tranquilamente tellinas de un plato que tenía junto a el, y escupiendo las cáscaras como si fueran de semillas de girasol, en el centro de un círculo de luz blanquecina que lo iluminaba.

La imagen del ahogado desapareció de pronto, dejando en el aire un olor a mar y a carne putrefacta, ligeramente aromatizado con el ajo de las tellinas. Miré el reloj para fijar la hora de esa aparición fugaz y me fui a la cama.

La noche siguiente me quedé despierto y, a la misma hora, volví a percibir el resplandor de la luz en el altillo. Salí a la terraza y allí estaba de nuevo aquella cosa. Esta vez me fijé minuciosamente. Era una imagen tridimensional y su inmaterialidad permitía atravesarla con el brazo.

El haz de luz tenía una composición lumínica que me resultaba familiar. Claro, ¿como no me había dado cuenta antes?, era una simple proyección. Un holograma. Aunque no pude descubrir de donde procedía, me inquietó profundamente saber que aquello no era un fenómeno sobrenatural, sino una especie de retorcida trampa, una argucia de alguien que pretendía que yo me fuera de aquella casa.

Al día siguiente indagué entre los vecinos. Jaume, el patrón de una pequeña barca que se dedicaba a la pesca de la tellina fue quien construyó y habitó con su familia aquella casa. Una mañana salió, como siempre, a buscar su sustento con la barca a poca distancia de la costa, pero iba tan cargado de barrechats, que al asomarse por la borda para fijar el aparejo que rascaba el fondo arenoso recogiendo en una red las sabrosas tellinas, cayó al mar, cuya profundidad no alcanzaba los dos metros, pero su borrachera y el hecho de que, como la mayoría de sus compañeros de oficio, no sabía nadar, se conjugaron para que se quedara blandamente sobre el poco profundo fondo arenoso, a dormir la borrachera. Cuando su cuerpo comenzó a flotar y derivaba por los alrededores del barco sin patrón, la embarcación de la Guardia Civil lo sacó a flote y fue enterrado en el cementerio del Cabanyal.

Pregunté a algunos vecinos si sabían algo de apariciones en relación con el marinero muerto y me dijeron lo siguiente. Hasta que no murió el último descendiente de Jaume y la casa fue subastada, nadie supo que en su casa sucediera nada extraño. Fue después, cuando la casa fue vendida cuatro veces y recomprada cada vez por quien la adquirió en la subasta, cuando comenzaron los rumores de que Jaume se aparecía en la terraza, aunque ningún vecino lo había visto. Solo eran historias que contaba cada uno de los compradores que se había interesado por ella.

Me mosqueó bastante lo de las cuatro compraventas sucesivas de la casa, pero el misterio quedó aclarado después de unas consultas en el registro de la propiedad y en la delegación de hacienda. Cada una de las ventas hechas por el broker lo había sido a un precio cada vez mayor, pero las recompras que efectuaba a sus víctimas cuando se marchaban despavoridas, se cerraban por un tercio del valor que habían pagado previamente. Joder, con el broker.

Cuando tuve toda la información en mi mano pensé en lo que debía hacer. Y resolví no hacer nada. La casa me gustaba. El holograma era un extra técnico que me distraía en las noches solitarias, incluso a veces, cuando me encontraba muy solo, dirigía comentarios a Jaume a los que el, naturalmente, no respondía. Decidí quedarme. Y acerté.

Tuve la enorme suerte de conocer a un chica guapísima, un verdadero hallazgo, que además era una fanática de las pelis de terror. Cuando le presenté el holograma no lo dudó y ahora vivimos juntos en la casa con Jaume.

En las noches de luna, nos sentamos en el suelo del altillo y, a la hora exacta, Jaume aparece con sus ojos de ahogado, comiendo tellinas, mientras nosotros escupimos en el suelo las cortezas de las semillas de girasol. A veces, hasta acompañamos el espectáculo con una bolsa da palomitas.

Todo iba razonablemente bien, hasta que hace unos días se desencadenó la verdadera historia de terror. La prensa ha dicho que se va a hacer público el PAI del Grao. No podemos conciliar el sueño, ni le hacemos ningún caso a Jaume. Esperamos, con una incertidumbre angustiada, saber si el acceso Norte al puerto pasa por nuestra casa, que va a pasar en esta calle con el circuito de Fórmula 1, que pensaran hacer los políticos, los promotores y los arquitectos municipales con la fachada marítima, o con la ampliación de la avenida de los Naranjos. Es terrorífico saber que tanta gente ajena va a decidir sobre nuestras vidas, sin poder hacer nada, sentirse en la más absoluta indefensión, ahora que Jaume, Aurora y yo, habíamos encontrado la paz y la felicidad en un loft de cincuenta metros de superficie”.

A Quique, que ha estrenado casa nueva en el Cabanyal.

Lohengrin. 2-01-08.


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