martes, 24 de agosto de 2010

LA VENGANZA AFRICANA

La deforestación facilita la circulación de grandes masas de aire abrasador, empujadas por el aliento de los muertos, que vienen de África invadiendo Europa, haciendo imposible la vida en las calles, en un acto de justicia y venganza por los muchos despojos y expolios que los europeos han practicado históricamente en ese dolorido continente.

La conquista de América se proveyó oportunamente de mano de obra esclavista, que suministraron acaudalados y respetados hombres de fortuna dedicados a ese negocio que solo se prohibió a finales del siglo XIX, y que aún continúa con otras modalidades, prostitución y trabajo ilegal, a pesar de los esfuerzos de los organismos internacionales por erradicarlo.

Africa no fué descolonizada hasta pasada la mitad del siglo XX. Entre tanto, las potencias coloniales, y hasta alguna persona individual, como Leopoldo de Bélgica, que trató lo que hoy es el Congo como una finca suya, se repartieron las materias primas estratégicas del continente hoy maldito, como en un juego de Monopole.

Yo me quedo el cobre, tu el manganeso, aquel el oro, el otro el niquel, para los últimos el estaño. La madera la repartimos entre todos. Previamente, los oficiales expertos cartógrafos coloniales se reunieron alrededor de una mesa larga, pusieron sobre ella el mapa físico de África, y trazaron con un compás fronteras artificiales, sin considerar si dividían etnias, o ponian en la misma cuadrícula a pueblos enfrentados. Las guerras recientes entre africanos tienen su origen, en buena parte, en esas divisiones geográficas arbitrarias, y las dificultades de los africanos para hablar con una sola voz, a pesar de sus organizaciones creadas para eso, también tienen su explicación en ese reparto innoble y culpable de todo un continente, por parte de las potencias ocupantes.

Ahora nuestros termómetros marcan cuarenta y seis grados porque el viento de la venganza cruza el estrecho y se mete en nuestras narices impidiéndonos respirar.
Recuerdo un viaje a Marruecos en el que renunciamos a visitar el magnífico testimonio arqueológico de la ciudad de Volubilis, porque en ese momento, las cinco de la tarde de un día de julio, la temperatura era de cincuenta y un grados a la sombra, y la humedad, prácticamente inexistente. Pudimos elegir entre subir o no
a la antigua ciudad romana, pero ayer, en Heliópolis, no se podía elegir. Sencillamente, no se podía pisar la calle y había que permanecer recluído en casa.

Cerré a cal y canto las ventanas, para impedir el paso al viento abrasador, y puse el aire acondicionado en la zona de la casa donde está instalado. Al cerrar la ventana de la cocina, pude entrever una prenda de ropa de mi vecina de la treinta y nueve, colgada en el tendedero.

Era una camisola corta, de color violeta, con un ribete blanco, y las holgadas sisas y el generoso escote daban a entender que había sido diseñado para descubrir, mas que para cubrir, el cuerpo de su usuaria y defenderla del calor en el ámbito doméstico.

Por un momento, imaginé a mi vecina de la treinta y nueve llamando a mi puerta con esa ligera vestimenta, para pedirme ajos. Juro que, mas que imaginarla, la vi ante mi puerta, con sus voluminosos pechos desbordando por todos lados el escueto vestido.

Permanecí un rato esperando en vano que la visión fuera correspondida con la realidad, pero nada sucedió. Ayer, en Heliópolis, todos permanecimos enclaustrados tras nuestros muros, con las ventanas cerradas a cal y canto, para defendernos de la venganza africana.

Tal vez, en la próxima ola de calor que ya se anuncia, mi vecina de la treinta y nueve se atreva a acercarse a mi puerta para pedirme ajos, vestida con esa camisola corta, de color violeta, ribeteada en blanco, con su voluminoso pecho desbordando la escueta prenda por todos lados. No sé.

En fin. La venganza africana.

LOHENGRIN (CIBERLOHENGRIN.COM) 24-08-10.

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