miércoles, 1 de octubre de 2008

LA BOTELLA DE RIOJA

Hace treinta y ocho años compré una botella de vino de Rioja, nacido el mismo año que uno de mis hijos, y la guardé pensando que se la llevaría cuando se emancipara. Se emancipó, pero no se llevó la botella. Acabo de sacarla del anaquel. Marqués de Villamagna. Gran reserva 1.970. Calado nº 5, botella numerada. La cápsula aún está en perfecto estado. Miro su contenido al trasluz y no me parece que su color haya mejorado, supongo que su acidez y su grado de alcohol no son mejores de los que tuvo cuando alcanzó el momento óptimo de consumo.

Algunos vinos, como ciertas personas, pasado un determinado número de años, ya no mejoran con el paso del tiempo, con suerte se estabilizan pero, lo normal es que empeoren. Me miro al espejo y pese a que el envase no muestra signos de deterioro extremo, siento que el color del contenido es mas desvaído y que su grado de acidez ha aumentado, es decir, que el momento óptimo de consumo, ya pasó.

Estas cosas ocurren por que los vinos, como las personas, tienen una activa vida biológica. Las misteriosas bacterias y enzimas que viven en el vino, son como los avatares imprevisibles que aparecen en la vida de las personas, y es dificil predecir el resultado de su influencia en los caldos y en el alma de las gentes.

Elegir un vino, ahora, con toda la exagerada divulgación que se hace de la cultura vinatera, parece tan difícil como elegir a una persona, hasta el punto de que el número de expertos que te aconsejan, desde sumilleres, hasta gourmets que pontifican desde las revistas especializadas, ha crecido de un modo exponencial y entre las clasas medias se ha extendido la creencia de que si no dominas al menos cincuenta términos enológicos y asistes a catas con regularidad, no eres nadie.

Para algunos, que tenemos la limitación de que los taninos nos estragan el paladar, la cosa es mas sencilla, se trata, sobre todo, de tintos o blancos. Tengo una misteriosa preferencia por los blancos, y creo que obedece a mi rechazo palatial a los taninos de los tintos, de los que ahora se dice que tienen virtudes anti cancerígenas. Accedí al vino a través de la literatura, antes incluso de acostumbrarme a su consumo, y los blancos del Rhin fueron los primeros que despertaron mi curiosidad, aunque ahora no recuerdo a través de que autor.

Cuando tuve ocasión, --trabajé quince años en una firma de exportación de vinos-- le pedí a mi director que me trajera de Alemania una botella de blanco del Rhin y cuando por fin hice realidad la fantasía de mis lecturas, confirmé mi preferencia por los vinos blancos.

Me gustan, sobre todo, los blancos del Penedés, menos ácidos que los de Rioja, también, naturalmente, los de Valladolid, pero no le hago ascos a un buen Valdepeñas, y si se trata de picotear algo de marisco me inclino por el Blanch Pescador, un vino de aguja cuya relación entre la calidad y el precio me parece muy razonable, y existe un blanco malvasía de Turís, muy aromático y frutal, que elabora un enólogo amigo, que para los días de diario está muy bien. Ahora, me estoy aficionando al cava, cosa que nunca me había sucedido antes. Pero la sencillez del pollo frío y el cava como solución elemental a los encuentros con amigos, hace que ahora aprecie lo que durante años he rechazado.

La cuestión crucial, a la que se le da tanta importancia desde hace algún tiempo, qué bebemos con lo que comemos, motivo de toneladas de páginas en revistas especializadas, reportajes televisivos, y conversaciones informales, en mi caso casi siempre se reduce a lo mismo, ¿blanco o tinto? Y casi siempre me decanto por el blanco, tanto si se trata de arroces o pescado, como si son aves, o incluso caza. He de decir que no soy muy carnicero.
Si me preguntan como es que, dada mi preferencia por los blancos, guardo una botella de tinto de Rioja desde hace treinta y ocho años, la verdad, no lo se.

Lohengrin. 1-10-08.

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