martes, 9 de diciembre de 2008

DESPUES DE PRAGA (3)

(...) “Se paseó entre los puestos de verduras. Se fijó en las setas desecadas, en las yucas y otros productos foráneos destinados a satisfacer las nuevas demandas. Los colores de las frutas y verduras, las texturas enceradas de las manzanas, le recordaban el bodegón de un pintor flamenco que había visto en su visita al museo”.

“Hoy haré cazuela de fideos. Entró en el pabellón del pescado. Enseguida notó algo raro. Estaban en obras y el aire acondicionado no funcionaba. Los cortes de atún rojo, de emperador, dejaban resbalar un líquido oscuro. Las cabezas de las gambas expuestas sobre el mármol de los puestos estaban ennegrecidas, y una cierta pestilencia se extendia por aquel lugar que, normalmente, era un regalo para la vista y el olfato.”

“Salió del recinto, buscó una pescadería y cuando llegó su turno, hizo su comanda.


--Póngame ese hueso de rape, y ese otro de mero. Un par de escorpas. Un puñado de cangrejos y galeras. Vale.

--Ahora, póngame una sepia de playa. Esa, si. Una docena de langostinos, ah, y un poco de perejil. Ya está. Gracias.

--Son veintirés euros –dijo el vendedor.

Pau pagó, recogió su compra, cruzó la calle, subió la escalinata de la Lonja y enseguida estuvo, de nuevo, en el viejo caserón de Velluters.”

“Entró en la casa y miró la hora. Si, le daba tiempo para hacer la comida con lo que acababa de comprar. No le gustaba comprar pescado fresco y dejarlo en la nevera para cocinarlo al día siguiente. Se despojó de la chaqueta, se puso un delantal, se lavó las manos, encendió la plancha eléctrica y puso a asar la morralla con la que luego haría el caldo.

A los pocos minutos, un penetrante aroma a pescado fresco inundó la cocina y salió por el ventanuco hacia la masa de humo tóxico procedente del tránsito de vehículos en la cercana Plaza de la Reina, pendiente desde hacía décadas de ser convertida en peatonal.

Retiró el pescado de la plancha, la apagó, puso un caldero al fuego, con dos litros de agua, añadió el pescado asado, una hoja de laurel, media patata, un cuarto de cebolla y, mientras hervía el caldo, se puso a limpiar la sepia, la cortó, enjuagó los langostinos, picó el perejil, se lavó las manos y se puso a buscar en la alacena y la nevera los condimentos para el sofrito.

Puso en el banco, en formación militar, dos ajos secos, la botella de aceite de oliva virgen, el salero, el pimentero, el bote con pimentón de la vera y buscó en la nevera un frasco con un resto de salsa de tomate. De la alacena sacó un paquete de fideos del número uno, empezado, en el que quedaban unos trescientos gramos. Siempre guisaba para dos, aunque vivía solo. Así, la ración que reservaba se la comía otro día, sin tener que cocinar otra vez.”

“Las campanas de Santa Catalina dieron las dos, cuando comenzó con el sofrito. Cubrió con aceite el fondo de una cazuela metálica de borde bajo y la puso a fuego medio. Puso los ajos en el aceite, para que le sirvieran de testigos de la temperatura y cuando recibió su información, añadió los langostinos que dejó en la cazuela hasta que el aceite tomó un tinte colorado, retirándolos después.

A continuación sofrió la sepia. Cuando las patas se pusieron violáceas por los bordes, añadió el perejil picado, el pimentón y enseguida el tomate y los fideos que sofrió apenas un par de minutos, lo justo para que se doraran un poco en el aceite.

Apagó el fuego del sofrito. Echó un vistazo al caldo, le añadió la sal, lo probó, lo rectificó y lo dejó un poco mas, mientras fumaba un cigarrillo fuera de la cocina. Sonó el timbre de abajo. Pau activó el vídeo portero y escuchó la misma voz de siempre, con el mensaje habitual.

--Carta del banco.

En los años que llevaba viviendo allí, solo había recibido cartas del banco. Siempre del mismo banco. Pensó que ya era hora de cambiar de banco, para poner un poco de variedad en su monótona vida. Pensaba lo mismo, cada vez que sonaba el timbre, pero nunca lo hacía.”

“De vuelta en la cocina, abrió una cerveza y se tomó un trago, directamente del bote. Pasó el caldo por un colador chino. Trituró los cangrejos y las galeras, y la pasta obtenida la presionó en el chino con una espátula, ayudándose con un poco de caldo, para obtener un sabor mas concentrado. Escuchó dar la media a las campanas de la cercana iglesia, cuando puso la mitad del caldo caliente obtenido en la cazuela con los fideos, reservando el resto, que guardaría en la nevera, una vez que se hubiera enfríado.

Pau repartió, ayudándose de la espátula, los fideos y los demás ingredientes de la cazuela, la puso a fuego fuerte y cuando comenzó a hervir de nuevo, añadió los langostinos y miró el reloj. Cinco minutos mas tarde la pasta estaba cocida, pero dejó el fuego encendido un par de minutos mas para que se secara del todo.

Puso la mesa. Usaba manteles individuales, copas de cata, la vieja cubertería familiar, y se había acostumbrado, desde que contrató el servicio de televisión por cable, a sintonizar los canales de audio mientras comía. Por los altavoces sonaron las campanillas de la Obertura 1812 de Tchaikovsky, mientras el olfato de Pau percibía la señal odorífera que venía de la cocina y le avisaba de que era el momento de apagar el fuego, antes de que los fideos se agarraran mas de la cuenta al fondo de la cazuela.

Puso un posa platos de pita sobre la mesa, apagó el fuego y, mientras los fideos reposaban un poco, abrió una botella de Blanch Pescador. Su memoria evocó la carcajada que, en tiempos del Aznarato, casi le hace ahogarse, al ver por televisión la imagen de Ana Botella, diciendo, muy engolada, a alguien que le servía un arroz, --¿Ha reposado cinco minutos..? (...)”

(Fragmento de "Después de Praga", libro inacabado sobre fantasmas y un Congreso en Nottingham. Texto revisado en 2008)


LOHENGRIN. (CIBERLOHENGRIN.COM) 9-12-08.

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