domingo, 28 de diciembre de 2008

INVIERNO

“La luz de la tarde dora las ramas de los abetos en el patio del viejo cuartel abandonado. Mi cerebro se abre al invierno como una crisálida y las palabras vuelan sueltas, ajenas a cualquier gregarismo se posan sobre las aves que no saben sus nombres. Tórtolas y palomas son solo mis palabras, las deposito sobre esos seres alados que veo desde la ventana, ocultos entre ramas, ocupados en la comida y en sobrevivir al frío del invierno. Ellas si son gregarias, palomas y tórtolas se mueven por instinto, las palabras con las que yo las nombro son eso, solo nombres, cosas inanimadas.

Dicen que va a nevar, que está nevando en sitios altos y fríos. Miro por la ventana y veo mis palabras, blandas y blancas, caer sobre los árboles. Andamos por la vida nombrando las cosas que vemos, que recordamos, que deseamos y se nos olvida que esos nombres que les damos son solo palabras. A veces uno de esos nombres adquiere un poder evocador tan formidable, que alguien se quita la vida al recordarlo, olvidando que es tan solo un nombre.

Las palabras tienen ese poder extraordinario, se adhieren a las cosas y a las personas, a los paisajes y a nuestras experiencias, a los sujetos fantasmales de las creaciones literarias, y a veces los devoran.
Hamlet, que es un personaje de ficción, no sería nada sin la palabra que lo nombra. Seguramente, son mucho mas numerosas las personas que han oído ese nombre, y lo manejan con cierta soltura, que quienes han visto representado el personaje. La universalidad del nombre, en este caso, supera con creces la del personaje que nombra.

Es concebible un mundo sin lenguaje?. Rotundamente, si. La vida precedió al lenguaje. El hombre precedió al lenguaje. Por eso, no deberíamos vivir atados al lenguaje, sino a la vida. La luz del atardecer no necesita del lenguaje para existir, ni para ser percibida como algo hermoso. Solo lo necesita para ser contada, pero nadie puede contar, con propiedad, la luz de la tarde, porque es una sensación de vida, personal, irrepetible, y no se puede transmitir con la palabra, ni con la pintura, como demostró aquella interesante película de Víctor Erice, “El sol del membrillo”.

Si yo trato de evocar la luz del Arno en Florencia a las seis de una tarde de verano, en mi memoria conservo la impresión en la retina de ese momento, y se de lo que hablo, pero pretender trasladar esa sensación mediante palabras a aquellos que no han tenido esa experiencia personal seguramente será un intento fallido. Se pueden inducir emociones, si, con las palabras, pero en el camino se pierden las personas, los objetos, las cosas, al final, lo que se traslada son solo nombres.

Por eso no hay nada mejor que la experiencia directa, sin intermediarios, de todo aquello que nos ofrece la vida, que es mucho. El tacto de la piel de una mujer, el frío en la cara del viento del norte. La maravilla de los ciclos estacionales, que cambian y renuevan el entorno, ofreciendo, en cada cambio, nuevas oportunidades para la vida. El viaje personal, además de las fantasías de las historias de viaje. La sensación que produce la lluvia en la cara. El calor del verano, la inmersión en el agua salada del mar. Sensaciones y experiencias que no necesitan del lenguaje. Solo precisan de la capacidad de sentirlas que, en ocasiones, por falta de uso, está un poco embotada.

El invierno nos da, ahora, una nueva oportunidad de sentir el frío. Esa sensación tan fuerte, de la que abominamos, pero que nos hace sentir vivos. También nos ofrece el tono singular de la luz declinante de la tarde. Aquí, desde el gabinete en el que escribo, puedo ver a través de la ventana las ramas de los abetos en el patio del viejo cuartel abandonado. Veo las tórtolas y palomas ocultas entre las ramas. Son solo aves, ignoran sus nombres. Sobre ellas han caído, como copos de nieve blanda, las palabras salidas de mi crisálida que sirven para nombrarlas”.

En fin. Invierno.



LOHENGRIN. (CIBERLOHENGRIN.COM) 28-12-08.

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