Dicen que el cielo no es azul. Al parecer lo percibimos así por la composición de ciertos gases presentes en la atmósfera. Que las cosas no son lo que parecen es algo que todos aprendemos en algún momento de nuestra vida. Después de ese aprendizaje, para unos viene otro que consiste en aceptarlas como parecen, sin intentar buscar lo esencial, porque la vida es un conglomerado de banalidad y esencialidad y cada uno busca su acomodo como puede, mientras que otros, vaya usted a saber porqué, se empeñan en buscarle las vueltas a casi todo. Es un signo de la diversidad humana, que al final hace que la vida sea menos aburrida.
Ayer vi en la pantalla del televisor a Nicanor, el predicador, mi compadre del Maravillas, cuya imagen sospecho que fue sacada de los archivos, sin su conocimiento, para acabar de componer el pequeño mosaico informativo que trataba de la reconstrucción del himen vaginal. Lo digo así porque tengo la sospecha de que los varones también tenemos himen, pero ubicado en la cabeza.
Decía la periodista que ocho de cada diez mujeres que se someten a la reconstrucción del himen son de etnia gitana y el resto son musulmanas, y que lo hacen por respeto a sus tradiciones ancestrales. Esa afirmación debió ser la que justificaba la presencia de Nicanor en la pantalla, que estaba allí por su condición de persona representativa de su comunidad, aunque me pareció que se le había utilizado un poco fuera de contexto.
La pérdida de la virginidad, es decir, de la inocencia, en la mujer, puede ser reparada por medio de la cirugía menor que la devuelve a su integridad anatómica. En eso, como en casi todo, nos aventajan.
Si mis sospechas son ciertas, los hombres nacemos con la virginidad, es decir, la inocencia, en el cerebro. Pero al ser, posiblemente, un fluido, no un componente anatómico, y al estar la bioquímica cerebral todavía en mantillas, no podemos aspirar a que un cirujano la restaure una vez perdida.
A diferencia de las mujeres de etnia gitana o de confesión musulmana, estamos condenados a sobrevivir de por vida con ese trauma. La pérdida de la inocencia es un hecho biológico vinculado al viaje desde la infancia hacia la vida adulta, pero también una fuente inagotable de historias literarias, cuyos creadores han ahondado en la naturaleza de ese proceso, conscientes de la esencialidad del asunto, pues, de que se culmine o no con éxito esa transición, depende el grado de madurez del sujeto adulto.
Sospecho que numerosos personajes de infausta resonancia histórica, como Nerón, Franco, Hitler, Musolini o Stalin, no realizaron con éxito esa transición. Si algún ilustre sabio hubiera restaurado su himen a tiempo, la historia del mundo habría sido otra.
Esos tipos llegaron al poder porque nadie se molestó en averiguar lo que eran, por debajo de lo que parecían ser, cuando aún era tiempo. Hay un libro muy interesante de Erich Fromm, Anatomía de la destructividad humana, que es todo un catálogo de medios para detectar de modo precoz las personalidades destructivas, basado precisamente en los análisis caracterológicos y el estudio de los tics que acompañan esas conductas potencialmente peligrosas en individuos que alcanzaron el poder y lo usaron de un modo dramáticamente destructivo.
Afortunadamente, no todos los individuos varones viven de un modo tan destructivo la pérdida de la inocencia. La literatura, la poesía, el cine, las artes plásticas y las demás manifestaciones artísticas, musicales o culturales, han sido visitadas de modo muy creativo por un ejército de autores, cineastas, pintores o compositores, quienes, en algún momento de su obra, han hecho de esa pérdida un caudal de inspiración y expresión estética o plástica.
Tal vez, la época azul de Picasso, no fue otra cosa que la recreación de un cielo translúcido de septiembre, flotando en una atmósfera de textura ligera y luminosa, una imagen que quedó fijada en su memoria antes de que perdiera el himen de su inocencia.
En fin. Azul.
Lohengrin. 27-09-07.
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