El gobierno de Heliópolis contribuye a ese marasmo universal con una cifra que, al parecer, excede de los doce mil millones de euros, sumando la deuda directa, de las propias instituciones públicas, a la de las empresas creadas, participadas o auspiciadas por quienes gestionan esas instituciones, que, entre otras funciones, sirven para centrifugar --que horrible palabra-- parte de la deuda. Es decir, para que no aparezca como tal en los presupuestos de las instituciones. Hagan ustedes la cuenta de lo que nos toca a cada uno.
La deuda de los instituciones públicas tiene varios perfiles. Sirve para la realización de inversiones y para materializar medidas que los presupuestos ordinarios no alcanzan a financiar. Es un instrumento financiero normal, siempre que su dimensión se mantenga dentro de unos límites razonables, pero como todas las herramientas, un martillo, por ejemplo, puede ser usada para labores de carpintería, o para romperle la cabeza al contrario.
La práctica política de este país nos ha dado repetidos ejemplos de gobiernos que, al finalizar sus legislaturas, dejan la caja vacía, lo que genera, al menos, dos tipos de ventaja para quienes están en el poder. Les ayuda a ganar las elecciones gracias a medidas de alcance popular, comúnmente llamadas electoralistas. Si, a pesar de todo, las pierden, restan recursos a sus oponentes, limitando su actuación por las hipotecas que han dejado, incluso obligándoles a subir los impuestos, en ocasiones, con lo que allanan el camino para su vuelta al poder.
En Heliópolis, los sucesivos triunfos de los conservadores, o la inanidad recurrente de su oposición, que son las dos caras de la misma moneda, se deben, en no poca medida, al uso desaforado de la deuda con la intención, no disimulada, de ganar elecciones. Han ganado tantas, que eso explica que la pelota de la deuda alcance ya la docena de miles de millones de euros. También sugiere que, si alguna vez en este siglo la oposición llega al poder, permanecerá allí por poco tiempo, porque el necesario saneamiento de esa deuda la obligará a medidas impopulares con su proporcional coste en votos. Es el lado perverso de un instrumento normal de gestión, cuando se usa de modo torticero.
La deuda está de moda, al haber aflorado síntomas de crisis financiera, pero es tan antigua como el mundo. Ni siquiera sabemos con certeza si Judas cobró las famosas monedas de una vez, o en treinta meses. En los oscuros años de la posguerra, un comerciante de mi barrio se enriqueció porque ponía a sus productos de confección un precio estratosférico, a cambio de que los compradores los pagaran mediante muy modestas cantidades semanales. Las sufridas amas de casa de la época pudieron acceder a la comodidad de los electrodomésticos, porque vendedores domiciliarios les facilitaban ese alivio a sus tareas domésticas, a cambio de visitarlas para cobrar pequeñas cantidades, que llamaban cómodos plazos. En aquella época, la deuda, pese a los abusos usurarios, supuso un alivio importante para la vida doméstica de aquellas heroicas mujeres que tendían la ropa en los patios de luces, cantando canciones de la Piquer para aliviar la ausencia o la muerte del marido.
En su naturaleza, aquella deuda que aliviaba la miseria, no es distinta de la que promueve la prosperidad, hasta cierto punto tramposa y excesiva, que al parecer alcanza a mucha gente. Somos nosotros los que hemos cambiado.
Lo que no ha cambiado es la vieja costumbre decimonónica de comprar votos, aunque entonces se adquirían uno a uno, en los pueblos y en las ciudades, a cambio de promesas de empleo o de modestas prebendas, y ahora se hace a través del marketing político, de los grandes eventos, de actos deslumbrantes y promesas genéricas, que llegan a la mayoría del electorado a través de los medios de comunicación. Solo que eso se hace, aquí, con nuestro dinero futuro, con el que, inexorablemente, habremos de gastar alguna vez para saldar las viejas y desorbitadas deudas. No les votaré. Nos toman el pelo.
Lohengrin. 23-09-07.
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