lunes, 24 de septiembre de 2007

MOTEROS

“Cogí la moto Honda Transalp --mi pensión no me permite cabalgar una Harley-- y calzado con botas de hebilla, enfundado en un mono de cuero negro tuneado con un par de tibias y una calavera en la espalda --el distintivo de nuestro grupo-- y con el casco reglamentario puesto, me dirigí al punto de encuentro, un bar de carretera, en Calicanto, un lugar residencial a escasos kilómetros de Heliópolis.

La ruta mas corta es la autovía de Torrent, pero escogí la A3. Se da un poco mas de vuelta, pero me encanta esa vía. Me relaja deslizarme entre el intenso tráfico, con la ventaja que da montar un vehículo de dos ruedas entre tanto vehículo patoso sin apenas capacidad de maniobra y me produce una satisfacción primaria tomar el desvío de Alicante Albacete, subir por la pendiente del puente a toda velocidad, y dejarme engullir por el salvaje tráfico de camiones que se mueven con dificultad en el by pass, esa calzada que quedó obsoleta el mismo día que la inauguraron.

Es una experiencia intensa, pero corta. Enseguida hay que tomar la primera salida a la derecha, para dirigirse por un camino secundario tranquilo hasta el Bar Sol y Nata. Las motos de mis colegas ya estaban allí. Seis Harleys que devolvían los reflejos del pálido sol de la cruda mañana de invierno desde sus cromados en perfecto estado de revista.

Un vaquerito!. Acompañé a mis colegas --todos habían dejado atrás los tiempos heroicos y alcanzaban una edad provecta-- en sus cortas libaciones y después del intercambio de saludos de rigor, montamos en las motos y nos dispusimos a recoger a Félix.

La calle Picos de Europa es una vía de Calicanto que traza una pendiente en semicírculo en cuya cúspide, rodeada de pinos, hay una residencia de la última edad. Subimos por esa pendiente con los motores a toda potencia y nos detuvimos frente a la residencia. Al otro lado de la puerta enrejada había un amable anciano. -¿Son ustedes extraterrestres?, nos dijo, --les abriría, pero me lo tienen prohibido. Le pedimos que se apartara, abrimos la puerta a patadas, fuimos a la planta inferior, cargamos con Félix y su botella de oxígeno, y en apenas medio minuto estuvimos de nuevo en la calle, con Félix montado de paquete en una de nuestras motos.

Salimos, en línea, hasta la A3 y en veinte minutos llegamos al refugio de la sierra que hace las veces de sede de nuestro club de moteros. Allí dejamos a Félix con la chimenea encendida y provisiones para siete días, tal como el había pedido, aclarando que ese era el tiempo que estimaba que tardaría en morirse, y que deseaba hacerlo en tranquila soledad.

Cumplida la voluntad de Félix, bajamos por la carretera vecinal hasta la rotonda de Utiel Este. Allí se abre una carretera que, en tiempos de Álvarez Cascos, tunearon con un desorbitado cartel que ponía A Francia, cuando lo cierto es que llegaba a Talayuelas. Claro, por todos los caminos se llega a los sitios mas lejanos. Alguien con sentido común ha quitado ese cartel, aunque por ese camino alternativo se llega a Teruel.

Es un camino poco transitado. Con nuestras veloces máquinas, en apenas una hora nos plantamos en la carretera que sube a las pistas de Valdelinares. El caos de vehículos de cuatro ruedas era proporcional al hecho de que era domingo y había nieve. Nosotros no tuvimos ningún problema para alcanzar el centro de esquí y estacionar las máquinas. Alquilamos tres trineos con su dotación de perros y cada uno se fue por su cuenta a explorar el paisaje que rodea las pistas, llenas de domingueros, aficionados y neófitos que se quebraban los huesos, una vez conseguían superar las enormes colas que se formaban para esa absurda actividad.

Es una sensación gratificante perderse con los perros por las laderas nevadas, entre árboles y matojos, sin apenas presencia humana, en un entorno que estaba sin tocar antes de que algunos desaprensivos comenzaran a construir adosados en cualquier corte de la montaña, como hicieron hace ya tiempo en pleno puerto de Alcalá.

Para no cansar demasiado a los perros, regresamos a por las motos y nos fuimos a comer a Gúdar, donde Flora, una vieja amiga, nos había preparado un pollo entero para cada uno.

El pollo entero resultó ser un huevo, eso sí, acompañado de patatas, chorizo y vino tinto.

Después de comer, Flora se abrió de piernas, acomodó su chelo y se lanzó a interpretar el preludio a la siesta de un fauno, que a todos nos pareció muy apropiado.

Cuando despertamos de la siesta, el cielo había tomado un tono cobrizo y un sol helado, invernal, comenzaba a descender por poniente.

Regresamos a Heliópolis, sin correr demasiado, en hora y media, dejando atrás una interminable caravana de coches que se cocían en su propio aceite con una lentitud dominical.

Tomamos otro vaquerito en el bar de la calle de Sueca adonde recalamos después de nuestros encuentros. Llamamos al móvil de Félix. No contestó.”

Cuando el cuidador terminó la narración con la que nos había entretenido la velada, la mayoría de los residentes dormía. Me levanté, cogí la botella de oxígeno y arrastrando ligeramente los pies, me dirigí a mi cuarto.

Miré por la ventana. El cielo había tomado un tono cobrizo y un sol helado, invernal, comenzaba a descender por poniente.

Lohengrin. 24-09-07.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Comentarios