jueves, 8 de octubre de 2009

EL JARDÍN DE HELIÓPOLIS (VIII)

EL JARDÍN.(...) "La primera persona que entró en el laberinto lo hizo por la quinta puerta. Había llamado previamente por teléfono. Era el mensajero de M.R.W. que traía las pruebas de color del jardín en una gran carpeta. Firmé el recibo, le di las gracias y se fue por donde vino. Me quedé con la lámina que correspondía a las seis de la tarde de un día del primer tercio del otoño y las otras las guardé.

El color estaba bien. Un trabajo exhaustivo. Me acomodé en el sillón de mimbre, junto a la casa. Del rincón zen se desprendía el remoto eco de un monótono mantra subyugante que se imponía con suavidad sobre los demás sonidos del jardín.

Miré hacia el bancal del jacinto. Recordé cuando plantamos el bulbo. Parecía una vulgar cebolla. El primer día no sucedió nada. Después de veinticuatro horas emergió de la tierra húmeda la florescencia carmesí del jacinto, delicada como un encaje de geometría coránica y se movió hacia el sol. Entonces me sentí liberado de la maldad humana, de mi propia maldad, y percibí que el mundo podía llegar a ser un lugar mejor.

Esa vulgar cebolla, manchada de tierra negra, escondía en su interior una metáfora de vida y ahora exhibe su plenitud púrpura como un canto vegetal surgido de la nada para consolar a los hombres de su propia iniquidad.

Nunca he comprendido bien que los humanos, cuando una persona pierde, por un accidente vascular o un proceso degenerativo, sus capacidades mentales, digan que se ha convertido en un vegetal, como si lo vegetal fuera un orden inferior, no distinto, de la condición humana. Fue la vida vegetal la que permitió, creando las condiciones para ello, la aparición de la existencia humana, y no se de ninguna especie arbórea que tenga la capacidad destructiva de aquellos a quienes permitió la vida. Como los filósofos antiguos, las plantas solo aspiran a alcanzar un rayo de sol que se transforme en vida, mientras a su alrededor, los hombres a veces hacen crecer la desolación a su paso con su conducta destructiva.

Apoyado en el mimbre del sillón, miré hacia el bosque arbóreo y percibí algunos aromas y sonidos que se desprendían de sus ejemplares mas mediterráneos. Se escuchaban viejos sonidos familiares, y de los muertos, las frases esenciales. Voces de griegos y latinos, de orientales vecinos ribereños. Nada de ruidos estridentes, bocinas ni martillos que hienden el asfalto. De las encinas vienen sonidos naturales, el canto de la lechuza y la perdiz, el lamento de una galga, la voz de los vientos que arrastran los ecos de todas las palabras.

Los gritos guturales de las primeras tribus. Discursos que quedaron flotando sobre el ágora. Voces que impulsaron la creación de imperios antiguos. Poemas sufís y el rumor del agua culta que cantó Carlos Cano. El tañido de las cítaras medievales y el eco de los escritos de Joanot Martorell. La placidez rural del pastor ágrafo, sabio en naturaleza, en su mundo de ovejas, de cabras y de vino, de quesos madurados y leche fermentada; de memoria y silencio, de soledad y olvido.

Lejos quedan los gritos coléricos de conductores ebrios, el run run de la tele, los goles estirados hasta lo inverosímil por voces de la radio, el ruido del tráfico, los tambores de guerras lejanas que suenan cada día en los telediarios.

La paz mediterránea de este jardín arbóreo es el vuelo de un águila que traza, recurrente, sus círculos aéreos sobre el cielo de Heliópolis. Es el libro de Amos Oz que descubre, tras el fragor de las guerras fraticidas, la pertenencia común a un mismo mar, la misma vocación hedonista en sus pobladores, los aromas comunes a todas las cocinas, desde Grecia a Almería, de Larache a Tunicia.
El mismo gusto compartido por las especias, las hierbas aromáticas y el color de la vida. El ajo y la paprika, la cebolla y el cardo, los cantos de Virgilio y el salmonete asado, el saber de Averroes y la almendra picada. El sésamo, la sal, que fue dinero antiguo, y las mujeres lánguidas a la hora de la siesta.

Aristócratas frecuentadas por Goya, mujeres de Boticcelli, Modigliani y Picasso, de Peruggio y Cezanne. Un universo propio de sensualidad, sabores y colores, sonidos y suspiros, y la luz de poniente de las seis de la tarde en la lámina del jardín, que lo ilumina todo, introduciendo un orden armónico en el humano caos.”

CONTINUARÁ

L0HENGRIN (CIBERLOHENGRIN.COM) 8-10-09.

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