martes, 20 de octubre de 2009

EL JARDÍN DE HELIÓPOLIS (XXIII)

HAY UN GATO EN EL JARDÍN. En cualquier proyecto narrativo, aunque adopte forma de mosaico, hay un plan previo que incluye cuales son los personajes que van a aparecer, que perfiles literarios y humanos tienen, que papel van a jugar en la trama, así como una idea aproximada de los espacios y los tiempos por los que han de deambular, para dar un aire de realismo, o de ausencia de realismo, a las puras sombras que son en ese estadio de su existencia.

La dinámica de la narración interviene luego y algunos de esos fantasmas proyectados se caen del relato, mientras que otros se cuelan inesperadamente por cualquier resquicio.

En esta tarde ventosa y fría, sentado en el sillón de mimbre del jardín con la bufanda puesta, he visto salir a un felino por la quinta puerta del laberinto –al parecer, su olfato le ha indicado que el olor de la vida estaba al final de ese camino y le ha liberado de tomar las falsas puertas. Después de alguna vacilación, el felino, un gato europeo común, de pelaje blanco y anaranjado, algo esmirriado, se me ha acercado y me ha arañado suavemente el calcetín, en demanda de cobijo.

Dicen que estos felinos son los últimos que han accedido a la compañía del hombre por la vía de la domesticación y aún conservan una buena porción de su propia individualidad salvaje, una elegancia natural para distanciarse de sus protectores, mientras revindican su propia independencia, con esa imagen de singularidad orgullosa que suelen cultivar, hasta que la conducta humana les persuade de intentar un ejercicio de cercanía mas doméstico.

No es extraña su desconfianza, si tenemos en cuenta que a la gran mayoría de estos acompañantes domésticos, les damos de comer todos los días lo mismo durante su, a veces, larga vida, y en no pocas ocasiones sufren la práctica de la eutanasia sin su consentimiento activo.

El felino, después de recibir mis caricias y comer de un plato de pescado hervido, en lugar de marcharse, una vez satisfechas sus necesidades mas urgentes, evidenció una apetencia de comunicación y cediendo mas a un sentimiento de soledad que a su instinto de independencia, se quedó junto a mi y me contó su historia:

“Soy hijo de Carlo, un macho poderoso que dominó el territorio que el mismo se ganó en un entorno de marjal donde abundaba la caza. El nombre por el que me reconocen los humanos con los que he compartido mi larga vida, es un sonido ridículo que me niego a reconocer, pero tengo muy clara mi identidad, soy hijo de Carlo, macho dominante en los marjales donde vine al mundo.

Para mi mala suerte, a la acción caritativa de recogerme de una numerosa camada para evitar mi prematura muerte estrellado contra un muro, siguió la castración inmediata, con lo que no podré transmitir la valiosa herencia genética de mis ancestros.

Medía siete centímetros cuando viajaba sobre la bandeja trasera de un coche viejo, en tránsito a mi nuevo destino y me alimentaban con un biberón que contenía leche pasteurizada. Esa brutal separación de mis congéneres me produjo una herida en forma de sentimiento de soledad que mis benefactores atribuyeron al mito de la natural independencia de los felinos, ignorantes de que nuestra inteligencia es poca, si, pero tenemos emociones.

Experimentamos miedo, cólera, deseos sexuales, aún estando castrados, hambre, sed, dolor y placer, y somos gregarios, necesitamos de la compañía de los individuos de nuestra propia especie. Imagínese a un humano viviendo bajo la caritativa custodia de un rinoceronte, obligado a comer su propia comida, sin posibilidad de comunicarse y condenado al desarraigo de su propia especie, a la que no volverá a ver, oler, ni tocar, de por vida. Una situación como la que acabo de describir no cabe en nuestra inteligencia, pero la percibimos a través de las emociones, que es nuestra forma irracional de ser inteligentes.”

--Creo que te voy entendiendo, gato, pero sigue con tu historia, por favor.

“Los primeros años en mi nuevo destino doméstico fueron agradables, comía y bebía con regularidad, no sufría privaciones y por las noches me dedicaba a juguetear con los insectos. Cuando se planteó la clásica discusión sobre si se debía o no amputarme las uñas, ganó el no, con el argumento de que, si alguna vez volvía a mi medio natural, quedaría indefenso. Eso me permitió, en los años siguientes, destrozar las tapicerías sucesivas que se iban renovando a medida que mis uñas se fortalecían.

Me fui convirtiendo en un individuo adulto y cuando ya tenía el instinto de mis poderes territoriales en ese ámbito doméstico, un día apareció un perro grifón, igualmente recogido por piedad, que me doblaba en peso y volumen. Durante varios días tuve que emigrar a los altillos de los armarios, de modo que nuestros territorios, a distintos niveles, esteban separados por dos metros de altura.

Al poco tiempo, ya coincidimos en el nivel del suelo y yo me convertí en un animal subordinado en un territorio marcado por el mas fuerte, y tuve que aprender que solo podía acceder a los comederos y bebederos con el permiso del grifón que, encima, se me insinuaba sexualmente cuando le apetecía. Mi instinto me decía que estaría mejor en mi medio natural. Para mi mala suerte, tuve ocasión de comprobarlo.

Dado que había crecido y me había convertido en un individuo aparentemente robusto, mis benefactores decidieron que los acompañara un fin de semana al lugar donde me habían recogido, junto al marjal habitado por toda clase de bichos, cangrejos de río, anguilas, peces, ratones de campo y, por supuesto, gatos.

Carlo, mi progenitor, todavía dominaba en aquellas tierras y en el harem que las habitaba.

La relación paterno filial que yo había echado de menos, resultó ser una fantasía producto del mimetismo de las relaciones humanas que yo había observado en mi condición doméstica. Ahora que estaba en el medio natural donde había nacido, debí intuir que allí dominaban los olores. Los olores marcaban las jerarquías, la autoridad, el territorio, las preferencias, en fin todo. Y yo me había quedado sin olores. Los ingenuos humanos que decidieron no amputarme las uñas, ignoraban que mis años de vida muelle en un entorno aséptico, sin olvidar la castración, me habían convertido en un felino desodorizado, un individuo sin identidad que ahora se encontraba, indefenso, en un territorio hostil donde emitir y reconocer los olores, era la condición mínima para la supervivencia.

Ignoro si me dejaron dormir fuera de la cabaña donde se alojaban, por olvido o por pasar de mi una noche, pero a la mañana siguiente me encontraron golpeado, dolorido y quebrantado, en la copa de un árbol donde busqué refugio, y donde les permitieron encontrarme mis lastimeros maullidos.

Ellos nunca supieron que fue el propio Carlo quien, al no reconocer en mi a alguien de su propia progenie, me dio la soberana paliza que me produjo una lesión renal de por vida. Dada la gravedad de las lesiones, pensaron que algún humano poco respetuoso con los animales había sido el autor de la salvaje agresión.

El veterinario confirmó que mis órganos renales nunca funcionarían como antes y desde entonces debo ingerir, exclusivamente, un alimento dietético desprovisto de fosfatos, y dotado de componentes terapéuticos para mantener una razonable actividad en mi función renal.”

--O sea, que se ha convertido en un enfermo crónico..

“Bueno, para ser mas preciso, dada mi situación actual, en un anciano felino enfermo crónico.
Ningún bolsillo de clase media baja puede resistir, sin cansarse, un tratamiento veterinario de diecisiete años, ni los costosos piensos especiales indicados en casos como el mío. Yo notaba, por otra parte, que comer todos los días lo mismo durante tanto tiempo, era francamente triste.

Por eso, cuando comencé a oler en el comedero cosas distintas de las habituales, me alegré. Ocurrió que, mis benefactores, superados por el desembolso a que les obligaba mi condición de crónico, decidieron probar otra alimentación mas barata. Al principio todo fue bien. Todos tan contentos. Al poco tiempo, sin embargo, comencé a sufrir vómitos y mi estómago no toleraba alimento alguno.
Empecé a perder peso. No controlaba el esfínter. Mis benefactores no relacionaron esos trastornos con la retirada del alimento veterinario indicado, siguieron experimentando con otros alimentos, ninguno de los cuales permanecía mas de dos segundos en mi dolorido aparato gástrico.

Comencé a oír rumores de eutanasia. Yo me sentía tan sumamente mal que, de haber sido posible, hubiera dado mi consentimiento. Un día, volví a oler en el comedero el aroma característico del alimento recomendado por el veterinario y eso me salvó una de mis vidas, aunque ya ve usted lo esmirriado que me he quedado”

--Y, dime, amigo gato, ¿Que fue del grifón, al que no has vuelto a nombrar.?

“Nos dejó. Un día comenzó a sangrar. Un derrame interno. Tal vez un tumor. Se lo llevaron rápidamente y no lo he vuelto a ver. Eutanasia, supongo. Sin diagnóstico radiológico previo, creo.”

--Entonces, ahora eres dueño otra vez de tu espacio territorial. Ya no eres un animal subordinado.

“Es cierto, pero me siento viejo, enfermo y solo. Le agradezco que me haya escuchado. No es habitual encontrar tanta paciencia en un humano.”

--No todo los felinos sois iguales, ni los humanos tampoco. De algún modo, también tratamos de defender nuestra singularidad. Agradezco que te hayas confiado a mi. Me has aportado una visión mas cercana de las relaciones entre especies.

CONTINUARÁ

LOHENGRIN (CIBERLOHENGRIN.COM) 20-10-09.

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