viernes, 30 de octubre de 2009

EL JARDÍN DE HELIÓPOLIS (XXX)

LA PÁGINA CIEN. (…) “Hoy he llegado a la página cien de mi cuarto proyecto de escritor secreto. Digo proyecto, porque me parece poco apropiado llamar manuscrito a algo escrito con ayuda del
ordenador, y digo secreto, porque maldito me parece exagerado. Para convertir esta modesta efemérides en una comida familiar, me he acercado al mercado.

En los puestos de verduras había bastante gente. He conseguido un par de tomates de Pinedo, una lechuga, media docena de rábanos y un par de pimientos italianos. Del salazón he traído un tarro de bonito en aceite, aceitunas verdes y anchoas curadas. Después he visto unos champiñones de una blancura sin mácula y he comprado media docena. Eran de buen tamaño. Convenientemente laminados mejorarán la ensalada.

Una vez aprovisionado con los ingredientes para la ensalada, he comprado una sepia fresca y una bolsa de ibéricos. Además he encontrado un buen queso de pastor, cremoso, para gratinarlo sobre tostas.

Mi mujer se encarga de preparar las croquetas de pechuga de pollo y el plato fuerte de su especialidad, el arroz al horno. El tiempo empleado en el mercado y los preparativos previos nos han tenido ocupados hasta la una. A partir de esa hora, con la división de trabajo que ya tenemos establecida por la costumbre y la disciplinada rutina de siempre, hemos dispuesto de hora y media para poner la mesa, preparar todos los platos y dejarlos listos para servirlos.

A las dos y media han llegado puntuales los comensales –ocho en total-- que traían una botella de vino tinto Vera de Estenas y una tarta semifría de yema quemada y chocolate, además de un libro de Ferrán Torrent, a quien leo de vez en cuando, más cuando me regalan algún ejemplar suyo.

Después de comer, antes del postre, hemos pintado sobre la superficie de la tarta el número de esta página y, después de consumirla en porciones, nos hemos tomado un café vienés a nuestra salud, y a la de los improbables lectores de estas líneas que, si alguna vez acceden a ellas, será como consecuencia de alguna prospección arqueológica, seguramente. orientada a conocer las costumbres del siglo veintiuno, quién sabe cuándo.

No ha estado mal, la celebración del 'centenario'.

Un día después de esa celebración, recibimos la visita de un invitado rezagado. Como no le esperábamos, volvimos de la compra con el tiempo justo para preparar la comida. Corté en juliana un pimiento rojo y unas carlotas, las escaldé ocho minutos, después corté el calabacín y lo cocí cinco minutos. Preparé una vinagreta. y puse tres patatas lavadas con piel en el microondas

Mientras tanto, mi mujer rebozó con harina y huevo unos tacos de lomo de bacalao fresco, y los frió en aceite bien caliente. Montamos los platos justo a tiempo. El bacalao con la verdura en juliana, aderezada, la patata asada y unos tomates secos en aceite de oliva que teníamos en la despensa. Gustó. Un plato saludable. La cocina nos relaja Nos hace olvidar las cosas menos amables de la vida

Hay un camino que se bifurca en mi jardín. Según la dirección que tome, me conducirá a la explicación de porqué se suicidó el náufrago, o a las preferencias gastronómicas de mi mujer. Entraré, primero, en la senda de la gastronomía, y .luego tomaré la del náufrago.

La percepción de los placeres, o displaceres, gastronómicos es una cuestión, como la pintura, de gustos. A mi mujer no le gustan las crestas de gallo en pepitoria, detesta las anguilas, le repugnan los caracoles, odia las mollejas con salsa de ciruela claudia, rechaza las ancas de rana fritas, se niega a probar la sangre con cebolla, no quiere oír hablar del hígado encebollado, ni de los riñones al jeréz, le repele la tortilla de sesos, las criadillas no le gustan en ninguna de sus variantes, prescinde del pescado crudo, de los pajaritos fritos, de los callos a la madrileña, del asado de tira argentino, de los zarajos de Cuenca. No le gusta el hígado de oca, ni la lengua de ternera con infusión de romero y brandy. Pasa de todo tipo de huevas de pescado, por muy prestigiosas que sean. No le gusta el marisco crudo. Erizos y navajas, sobre todo, no están en la lista de sus apetencias.

Después de este somero listado, a nadie le extrañará que desprecie también los saltamontes fritos, las hormigas y las tarántulas a la brasa. Sin embargo, le gusta el rabo de toro. En el gusto, o disgusto, por la comida, como queda demostrado, la lógica no cuenta. Es cuestión de los sentidos. No puedo entender, ni falta que hace, como es posible que a mi mujer le guste el rabo de toro, después de leer la lista de sus rechazos, que he compulsado con ella. Pues si. Le gusta.

Conociendo sus gustos, cuando en Heliópolis se celebra una feria taurina, me entero de quien se ha quedado en subasta la carne de toro de lidia, procuro ir el primer día que la ponen a la venta y compro un par de rabos, bien desgrasados.

Después los tengo dos días mortificándolos con agua y sal, vinagre, ajos, cebollas y laurel. Cuando voy a cocinarlos troceo los rabos, un corte en cada rótula. En una cazuela de barro, con aceite de oliva, hago un sofrito de cebolla y carlota, con un ramito de hierbas aromáticas, sobre todo tomillo. Espolvoreo los rabos con sal y pimienta y los doro. Añado un vaso grande de Pedro Ximénez y cuando se ha reducido, añado agua suficiente para tres horas de cocción lenta.

Una vez terminado el guiso, paso la cazuela por el chino. Tengo un póster de Lao-Tsé en la cocina y acostumbro a someterme a su benevolencia para que me salga bien la salsa. Pronuncio las palabras rituales y doy el guiso por terminado. En general, si se tiene la paciencia oriental de dedicar casi toda la mañana a la cocina, Lao- Tsé suele ser benevolente.

La cocina es, después de todo, cuestión de gustos, pero también de tiempo. En la casa de mi infancia, después de la vuelta de Sigfrido de sus vacaciones de once años en el penal de San Miguel de los Reyes, por motivos políticos, nos reuníamos alrededor de una mesa con mantel blanco, junto a una jarra de cerveza, unas costillas de cordero y una docena de patatas asadas con 'all i oli', para ejecutar el ritual de la tradición oral, y en las largas sobremesas, lo que mas recuerdo es la sustancia libertaria que presidía aquellas reuniones, que el entorno represivo de la época no conseguía erradicar.

Esa mesa vestida con mantel blanco, las copas de cristal, la jarra de cerveza y la fuente con las costillas de cordero, fueron el escenario de las conversaciones que se prolongaban durante horas y la fuente narrativa oral que asentó en mis raíces la afición por la escritura y las mesas bien puestas.”

CONTINUARÁ

LOHENGRIN (CIBERLOHENGRIN.COM) 30-10-09.

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