viernes, 16 de octubre de 2009

EL JARDÍN DE HELIÓPOLIS (XVIII)

(….) “ Una tarde, se fue a la estación ferroviaria. Le gustaba contemplar, desde un banco situado en la sala donde confluyen los andenes, el trasiego de los viajeros, sus rostros ansiosos, sus gestos apresurados, los movimientos de sus cuerpos, basculando bajo el peso de equipajes excesivos, la atención con la que escuchaban el sonido metálico de la voz que provenía de los altavoces, anunciando llegadas y salidas mientras los diodos de la pantalla ponían número a la posición precisa de cada tren en las vías, informando de su origen o destino.

Prefería esa sensación al visionado de películas viejas que trataban de reproducir el mismo ambiente, añadiendo una bruma de misterio y poniendo un cartel de atrezzo con nombres de reconocida tradición literaria. Transilvania.

Aquí, el sudor de los viajeros era real, exacta su angustia por la sensación de pérdida que a veces acompaña a quienes emprenden un viaje de duración indeterminada a lugares desconocidos, como también era cierta la rutina instalada en los gestos de los viajeros de cercanías que cubrían distancias y paisajes cotidianos, obligados por una relación laboral ordinaria.

Entonces lo vio. Idéntico a el. Exactamente igual a el, no parecido, ni semejante, era el mismo, pero otro el y se disponía a tomar un tren. Detrás de una carretilla de equipajes que cargaba al menos veinte bultos, maletas, bolsos de mano, baúles de los que ya no se usan, cestos, en fin, un equipaje como aquellos de antes, cuando las familias burguesas pre revolucionarias se marchaban de San Petersburgo para pasar un verano chejoviano en el campo.

La carretilla pasó tan cerca de el que pudo leer las etiquetas. El destino no era Estambul, no era Buda o Pest, ni siquiera París. Tampoco otra ciudad portuaria que pudiera evocar el traslado a otro continente, o algún lugar exótico. Leyó en las etiquetas el nombre de un apeadero, a pocos kilómetros de la estación término, todavía en el área de influencia de la ciudad.

Lo vio tomar el tren, vio cargar el equipaje, el tren partió y lo vio alejarse, desde su banco en la estación. Cuando salió, exento de equipaje, del recito ferroviario, recordó, como lo hacía siempre que se sentía inmerso en una experiencia viajera, la cita de un libro escrito por un autor de origen árabe, 'por muy lejos que esté el lugar de donde regresas, siempre vuelves de ti mismo'

Al regreso de la estación entró en una tienda de zapatos, compró un par de tafilete negro y tacones cubanos, se ajustó el nudo de la corbata y se fue a la academia de baile. Allí buscó una pareja con cintura de avispa y juntos comenzaron a girar al son de la milonga.

En los primeros giros se desorientó –hacía treinta años que no bailaba-- luego logró conciliar el suelo y el aire y los giros fueron creciendo en regularidad y rapidez, hasta que la pareja entró en trance, como los derviches turcos. Cuando se recuperaron, vieron sus siluetas proyectadas por los focos sobre un lienzo, como en las sombras chinescas, en la película Westh Side Story, y en Tango, de Saura, por ese orden.

Al sonar un pasodoble, tomó, eufórico, a su pareja, dispuesto a demostrar todo lo que había aprendido en sus años jóvenes en las fiestas de su pueblo. Movió la mano derecha como si estuviera dando una verónica, mientras con la izquierda conducía a su pareja por la cintura, pero la obscena protuberancia de su abdomen desmentía la pretendida figura taurina.

Cuando el espejo vertical le devolvió, con entera fidelidad, la verdadera decadencia de su perfil, se dejó dominar por el pánico que le causaron los estragos del tiempo en su maltrecha humanidad y huyó espantado del lugar, dejando a su pareja sola y desconcertada en el centro de la pista.”

CONTINUARÁ

LOHENGRIN (CIBERLOHENGRIN.COM) 16-10-09.

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