viernes, 23 de octubre de 2009

EL JARDÍN DE HELIÓPOLIS (XXVII)

(….) “El cielo cubierto oculta el sol en Heliópolis al comenzar el día y esa bóveda gris amenaza, de nuevo, con regalarnos un día intensamente invernal, pero esa sensación no es nada comparada con la atmósfera pútrida que se respiraba ayer en el hospital que visité por la tarde.

Una mezcla de orines y otros fluidos corporales emitía un olor que se fundía con el agresivo aroma del bacalao con tomate, con mucho tomate, de las cenas de los residentes, que salía de las cocinas y junto con los efluvios de los desinfectantes y otros productos de enfermería, construía un magma odorífero de difícil identificación, pero de un efecto contundente. En fin, olor a hospital.

En el espacio sin tiempo de mi infancia esos olores estaban ausentes. Todavía no teníamos ningún muerto en la familia cercana. Los mas niños vivíamos ajenos a todo aquello que no formaba parte del escenario lúdico de nuestros juegos, hasta que una tarde gris de noviembre, como la mañana de hoy, un caballero desconocido con polvo en la levita, nos leyó en el barro de las calles los avatares de nuestras vidas adultas y la fecha exacta de su término.

Ahora, desde hace mucho, mucho tiempo, ya soy adulto y he bajado a por un cartucho de tinta para la impresora Epson Strylus CX3200, pero todo está chapao. Tengo la manía de imprimir todo lo que escribo en el día. Una muestra de desconfianza en los archivos magnéticos, típica de la generación pre informática, criada en la calle junto a la mula del lechero.

La tienda de reciclados estaba cerrada, pero por el camino se ha materializado en mi presencia la figura de una mujer que parecía proceder de un lienzo de Boticcelli, del que tal vez ha descendido para pasear al perro.

La blancura marmórea de su piel y su pelo rojo, coronando una estructura ósea perfecta, el zigzag de sus caderas, cubiertas con una falda de textura muy delicada, toda su presencia, en fin, proclamaba su perfil de musa renacentista.

Un hálito de perfección en la búsqueda de la belleza, caminando tranquilamente por la calle, lo que parece sugerir que no es necesario visitar el Tissen para disfrutar del arte, basta con abrir los ojos a lo cotidiano, aunque lo que allí es abundancia, aquí es pura rareza.

Ahora estoy aquí, frente al ordenador, con las axilas sudadas por la calefacción excesiva, la cabeza rapada, una pequeña herida en el mentón y un pantalón a cuadros imposibles, y pienso en los dandis que iban a buscar las fuentes del Nilo o a pisar las cumbres del Kilimanjaro, sin renunciar un ápice a su elegancia victoriana de cuello duro, corbatín y sombrero. 'Esto es una selva' –sospecho que pensarían--' pero yo no tengo porqué vivir como un salvaje.'

Desde mi vulgaridad cotidiana, aprecio los esfuerzos de los dandis y de los artistas renacentistas por defender una ética de la elegancia y la belleza, aunque la pusieran al servicio de los duques venecianos o del imperio.

Esa mujer de belleza pálida que he encontrado en la calle, con su aire de madonna renacentista, me conmueve con su sola presencia, me reconcilia con la fealdad y la vulgaridad cotidianas, les da un sentido, tal vez están ahí para poder reconocer la belleza en la contemplación de esa rareza.

Ni siquiera la mediocridad de la luz de esta mañana de invierno, con el sol oculto detrás de las nubes, puede impedir el esplendor de esta mujer desconocida, con su piel iluminada por su propia palidez, que tanto recuerda a las mujeres de Boticcelli, encerradas en sus marcos de madera dorada en las salas del Tissen.

Llueve. Las gotas de agua resbalan sobre el cristal de la ventana de mi gabinete. Al estruendo del trueno, le sigue un violento viento que estrella con mas fuerza la lluvia contra la ventana y la tormenta eléctrica se acerca con sus amenazantes demostraciones de fuerza. Bajo la persiana y pienso en lo que escribiré mañana. Algo sobre los anarquistas históricos de mi familia. “

CONTINUARÁ

LOHENGRIN (CIBERLOHENGRIN.COM) 23-10-09.

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