jueves, 22 de octubre de 2009

EL JARDÍN DE HELIÓPOLIS (XXV)

(…) “No se escucha el canto de los jilgueros. Solo se oye el bronco zureo de los palomos que ahora ejercen el dominio sonoro del viento en el tercer día del invierno. Ayer dormí poco y mal. Me he despertado algo cansado. Mientras desayuno descubro en un diario atrasado la noticia de la constitución de una asociación de enfermos bipolares. Sin ánimo de molestar a nadie, solo por comenzar el día con una diversión inocente que me alivie de la falta de sueño reparador, juego a imaginar como podría haber sido el acto de constitución de ese grupo solidario.

Preside el honorable Bonaparte, con su fajín y el pecho cubierto de medallas, la mirada algo torva y una expresión de cansancio en el rostro, por el trabajo agotador de someter a Europa y sus barrios vecinales a sus excesos megalómanos.

Sobre el estrado hay un retrato de Akenaton, que reinó en Egipto con el nombre de Amenofis IV, hasta que sus excesos absolutistas le llevaron a ser proclamado dios. Entre el público que asiste al acto está Eugenio, mi vecino de la veinticinco, que ha hecho una excepción para estar presente, pues nunca sale de casa, salvo para bajar la basura, convirtiendo así su síndrome de bipolaridad en una preferencia por la invisibilidad.

Está ausente el bipolar del portal de enfrente, a quien veo con alguna frecuencia pasear por la acera su deteriorada humanidad. Al parecer dedicó su pensión de incapacidad a combinar con alcohol y otros euforizantes los estímulos que a veces se derivaban de su trastorno, hasta que tuvo que ceder la tutela de sus cuentas bancarias y de el mismo. Ahora pasea por el barrio los residuos de su materialidad en declive.

Yo envíe un delegado al evento, no me apetecía acudir personalmente sin ser informado antes de que iba la cosa. En esa época, andaba peleando con mi propio trastorno bipolar. Llevaba treinta días navegando por aguas fronterizas entre el animo deprimido y estable, con episodios tempestuosos que me arrojaron, a veces, a las costas bipolares, pero terminaba por recuperar el rumbo y, de popa a esas latitudes me alejaba, aprovechando el viento de poniente, hacia aguas tranquilas.

Al regreso de esas singladuras, seguía viviendo en Heliópolis, pero alguna de esas temporadas de inestabilidad en medio de la tormenta me hizo regresar, con una luenga barba, vestido con un poncho raído y portando un largo cayado en la mano, predicando, como un iluminado, las verdades del barquero a los atónitos oyentes que me escuchaban espantados, aunque reconocían una cierta autenticidad en mi discurso.

Luego me despojaba de los harapos que me cubrían, me afeitaba la barba y después de vestirme con ropa urbana, tomaba mi guitarra española y me iba a los patios de operaciones de las sucursales bancarias, a recitar a los directores los productos artísticos de mi sensibilidad un tanto agitada.

Alarmados mi familia, compañeros y amigos, de aquel extraño comportamiento, la cosa se controló con una cura de sueño que se prolongó durante un mes, después de lo cual, me incorporé a la vida cotidiana. Aunque ya nada volvió a ser exactamente lo mismo. Volví a estudiar a la facultad, retomé mis obligaciones laborales y con el tiempo acepté un tratamiento preventivo de base que me mantuvo alejado de mis viajes tempestuosos y me permitió llevar una existencia razonablemente normal en aguas quietas.

No me apetecía rememorar aquella época de inestabilidad y por eso envié un delegado para que me representara en aquella asociación. Mi delegado era un náufrago, como yo lo había sido y, cuando terminó el evento, vino a cenar conmigo para contarme como había sido la cosa.

Subimos a la azotea, extendimos un tinglado precario que usábamos, a veces, para esos fines y cenamos espagueti de pasta fresca con atún rojo y pisto, sin parmesano ni hierbas aromáticas. Liquidamos una botella de chianti y cuando el náufrago terminó de contarme los pormenores de la reunión, me quedé dormido, bajo un cielo de noche americana y una luna que crecía tras las palmeras del parque.

Desde su vuelta a Heliópolis, mi delegado, el náufrago, no conseguía sacudirse de encima un cierto síndrome de aburrimiento. No era una depresión. El era un experto en depresiones y lo sabía. Una depresión endógena no te abandona aunque te traslades de lugar y trates de distraerte. Si buscas ocupar tu excedente de tiempo en actividades mas o menos lúdicas y funciona, entonces no es una depresión, es solo aburrimiento.

El náufrago, para librarse del hastío que le amenazaba, planificó el fin de semana como una operación militar y funcionó. La mañana del sábado fue a la playa. En el marítimo se encontró con su amigo el infartado que corría, sudoroso, equipado con el pulsómetro, el busca, la gorra y demás accesorios que acostumbraba a llevar. Pasaron la mañana frente al mar, en las tumbonas. La mar estaba movida y el viento de levante era una caricia fresca que enfriaba la piel de la insolación invernal. Luego se fueron y tomaron un aperitivo con cerveza de malta, tibia.

El domingo visitó una exposición de pintura, en la sede de una institución financiera de las que se ocupan, para lavar su imagen, de patrocinar el arte. La colección Oscar Ghez del Petit Palais de Ginebra. María Blanchard, un par de Renoir, pequeños, un hermoso desnudo de Kisling; Chagall, Max Jacob, en fin, el París de 1900 a 1930, visto por algunos de sus observadores.

Por la tarde se dedicó a otra de sus aficiones. Le quedaban tres amigos. Una cifra razonable, teniendo en cuenta que había abandonado casi todas sus actividades. Jugaba con ellos partidas al Continental. Cuatro jugadores. Dos barajas. Un juego que comienza con el reparto de siete cartas a cada jugador –una para los descartes-- para ligar dos tríos, y progresa en dificultad hasta concluir con trece cartas que hay que convertir en tres escaleras de color. En cada mano, se añade una carta al reparto. Un juego muy matemático. Puedes pedir el descarte de otro compañero, si te penalizas con otra carta. Hay una cierta competencia por obtener los descartes ajenos, que se resuelve por el orden de mano. Las partidas no suelen durar menos de una hora. Se requiere una atención concentrada. Si te distraes un segundo o cometes un error, sueles perder la partida. Esa tarde, perdió una y ganó otra. Después, tomaron unos emparedados y se despidieron hasta otro día.

Cuando quedó solo, el náufrago consultó el contenido del memorándum de planificación de sus actividades de ocio y comprobó que había cumplido sus objetivos, al ciento por ciento.

El fin de semana siguiente, planeó la misma rutina, pero añadió un suceso nuevo. Cuando la policía encontró su cuerpo, bastante deteriorado, estrellado contra el asfalto, dio un vistazo al piso, en busca de evidencias. Al encontrar el memorándum de planificación de las actividades del difunto, leyeron la última nota. 'Veintitrés horas. Suicidio.' También en este caso, mi amigo el náufrago había cumplido con los objetivos fijados, al ciento por ciento.

El juez que se hizo cargo de las diligencias, después de hablar con amigos y vecinos, le dijo al médico forense.-- No me parece que esto sea un caso de simple aburrimiento. Parece algo mas complicado. --Cualquiera sabe. A menudo vemos cadáveres que han deseado serlo. Para mi sigue siendo un misterio la raíz de esa preferencia.”

Defenestrado el náufrago, puedo volver a la primera persona, que es mas directa, y a las cuestiones coloquiales.

CONTINUARÁ

LOHENGRIN (CIBERLOHENGRIN.COM) 22-10-09.

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