miércoles, 26 de enero de 2011

DOÑA ELISA Y SUS SIETE FALDAS (2)

(.../...) "Doña Elisa se alojó en el burdel mas lujoso de Chigualpenango, el mismo que frecuentaba cuando Carlos Salinas se la llevó al rancho, solo que, ahora, le pedía cuentas a la madame y contaba con parsimonia los billetes de cien dólares que los gringos habían dejado allí a montones por los servicios, después de haber consumido varios galones de tequila aromatizado con peyote, que un chamán de la montaña elaboraba especialmente para la clientela.

Después de revisar cuidadosamente los libros y dejar ordenadas las mordidas para el comisario y el juez, Doña Elisa guardó la recaudación en una faltriquera de su sexta falda --la anciana siempre llevaba siete faldas superpuestas, la primera para cubrirse con ella el rostro cuando soplaba el viento del desierto, la segunda, con los mejores bordados, para ser exhibida cuando usaba la primera como chal. En la tercera llevaba unos amplios bolsillos donde guardaba celosamente las liquidaciones del burdel, ya que sus hijos nada sabían de ese negocio, la cuarta era un depósito de emergencia con pesos ahorrados para una eventual necesidad, en la quinta llevaba cosidos unos escapularios con las imagénes de la Candelaria y la Virgen de Guadalupe, enmarcadas en sendos círculos de pequeños diamantes cortados por el mejor tallista de Amsterdam, que Carlos le regaló cuando le dió su primer hijo. De la sexta, ya les expliqué, y la séptima falda, nomás hacía las veces de enagua y podía contar innumerables historias de tanta gente como se alojó debajo de ella, huyendo de una muerte cierta en las muchas reyertas que la turbulenta familia Salinas provocaba, de modo cíclico, como las tempestades del desierto, y de las que siempre salía fortalecida-- y a continuación, antes de iniciar la laboriosa tarea de desvestirse y ponerse el camisón bordado con hilos de azabache, doña Elisa se miró en el espejo.

Doña Elisa contempló en el espejo sus cabellos negros y brillantes, trenzados con algunas canas en un rodete que sujetaba con un alfiler de plata, que alguna vez utilizó como un arma defensiva contra algún hijo de la chingada, y con un profundo suspiro resumió todas las vicisitudes, dolores de parto, pérdida de seres queridos, desengaños, emociones, amores y desamores que habían pasado por su larga y azarosa vida, antes de embarrancar en esta ancianidad codiciosa y lúcida que le devolvía su imagen reflejada.

El primer rayo de sol del alba en Chigualpenango era un suceso lumínico único, y al incidir, oblícúo, sobre el amplio ventanal del dormitorio que ocupaba Doña Elisa en su visita anual al burdel, era portador de los reflejos de las arenas doradas del desierto, el ocre de las montañas de las que era dueño y señor el chamán que tenía el monopolio del suministro de tequila para los gringos, trazas del límpido azul del cielo chihuanaco, y un rojo intenso dominante, producto de la energía y la mucha sangre de otros derramada por la familia Salinas, en aras de la construcción de su imperio ganadero, agrario y financiero, cuyas trazas se encontraban suspendidas en la atmósfera que se extendía incluso mas allá de las propiedades familiares, y de las que se impregnaba, en particular los días que seguían a la celebración de la
feria, la primera luz de la mañana.

Después de la duermevela, en la que Doña Elisa soñó con sus primeras experiencias eróticas con Carlos, a las que tuvo que rendirse después de sus intentos y escarceos de resistencia, el modo posesivo y salvaje en que la tomó por primera vez, y sus aventuras extramaritales, no buscadas, solo consentidas por venganza, mas que por apetito carnal, volvió el olor a violetas que acompañaba esas ensoñaciones, a pesar de que ella nunca usó ese perfume, que la envolvía al despertar, como siempre, sudorosa, con la aguda percepción de la angustia de Elisa joven, la dulce muchacha
que habitó, en otro tiempo, su ahora gastada humanidad. La anciana se lavaba con agua clara todo el cuerpo y se perfumaba con jazmines hasta hacer desaparecer por completo el odioso aroma a violetas que la incomodaba desde su juventud, todos los santos días del calendario, en su despertar brusco y agitado.

--Lupe!... ya puedes servir el desayuno...

La mucama, una negraza de rostro vivo, alto trasero y andar desenvuelto, entró en el cuarto con una bandeja de porcelana inglesa, y la depositó en una mesilla paticorta sobre el lecho de la anciana, quien se abalanzó con ansiedad sobre las tortitas de maíz cubiertas de chocolate caliente, los bollos templados en el horno con compota de naranja amarga de California, y una jarra de licor de cáctus que era la poción secreta con la que esperaba llegar a centenaria, para fastidiar a sus impacientes herederos.

--Lupe!, Lupita, hija...ve a avisar a Paquito para que venga a recogerme, pero dile a ese huevón que no venga sin haber revisado los fluidos del Rolls y el aire de los neumáticos, y que si viene un solo minuto después de las nueve, lo hago azotar en la plaza del pueblo."

Continuará (.../...)

LOHENGRIN (CIBERLOHENGRIN.COM) 27-01-11.

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